La obviedad de tener siempre un teléfono entre las manos, a través del cual estamos vinculados a todos los que queremos y a todo lo que necesitamos inmediatamente, en muchos sentidos ha eliminado la responsabilidad y la conciencia de lo que hacemos y decimos a través de él. Estamos contestando varios chats al mismo tiempo: organizando cosas de trabajo, manteniendo conversaciones profundas con alguien, con alguien más hablando de banalidades, terminando una relación o haciendo una conquista romántica, y con otros tantos, poniendo citas o aclarando situaciones.
Todo pasa a la vez y en el mismo minuto. WhatsApp acaba por convertirse en un centro de operaciones de la vida a todos los niveles. Al punto que el chat lo manejamos en muchos casos como un juego, es decir, sin la conciencia real de que otro individuo está del otro lado. No tener un rostro enfrente, en cierto modo invisibiliza al otro y llegamos a actuar como si fuéramos solamente nosotros con una pantallita y punto.
Me refiero por ejemplo al caso de la mujer -en Galicia, España- que cuestionó a la profesora de su hijo en un grupo de WhatsApp de papás de los estudiantes. Al parecer, el impulso le costará a esta señora una multa de mil euros debido a una denuncia por injurias y calumnia. Me pregunto cómo, con el paso del tiempo, se irán transformando las legislaciones de los países con base en la vida digital, sus minucias y formas, para proteger los derechos al buen nombre, desarrollo de la personalidad, privacidad, etcétera.
Lo interesante es que ya estamos empezando, a tientas, a resolver casos no solamente de acosos, sino de faltas latentes contra el otro mediante el chat. La justicia en cada lugar ya empieza a operar, con las herramientas que apenas se tienen, para poner orden a la ‘digitalidad’ humana. Otro caso fue el sucedido también en España el año pasado, cuando un grupo de niños acosaron a través del chat a una niña. Sus palabras y vulgaridades -por supuesto untadas de misoginia y machismo- llevaron a una condena consistente en multas, tareas socioeducativas y trabajos comunitarios. Incluso a la creación de una línea para denunciar acoso cibernético.
Es que en este escenario digital es fácil tirar la piedra y esconder la mano, pero justo ahí es que se empiezan a armar las coartadas para que podamos convivir tolerante y respetuosamente también en este medio. Pocos casos de este tipo han salido a la luz, pero con certeza son millones los que han quedado callados e impunes. Curioso, por ejemplo, otro caso español. Un médico en Valencia tuvo que pagar a su ex socio una multa por haber tenido como estado de WhatsApp la frase insidiosa “no te fíes de Javier Gutiérrez”.
Y pues en cada territorio se están poniendo las pilas a su manera. En Jordania, quienes sea sorprendidos escribiendo malas palabras en WhatsApp tendrán que pagar una multa de cerca de un millón de pesos mexicanos. Eso para los jordanos porque los extranjeros pueden, además de la multa, ser deportados. El punto está en ¿cuáles son y cuáles no son ‘malas palabras’? Así es que en Jordania, más vale insultarse al oído pero no por chat.