Imagínate levantarte muy de madrugada mientras todos en casa duermen y enfrentarte a un día frío para empezar una jornada más de extenuante labor. Luego, obsérvate recorrer tu trayecto hacia la oficina apretujado dentro de una caravana de diferentes transportes públicos a fin de arribar horas después a tu destino mismo que se encuentra, probablemente, en el centro de la ciudad o, en algún suburbio residencial hoy convertido en centro oficinístico.
Ahora, visualízate en este recorrido imaginario yendo a recuperar tu “oficina” resguardada en algún zaguán o patio trasero de edificio o comercio, arrastrándola hasta una específica acera fuertemente transitada por apurados transeúntes desesperados por llegar a sus lugares de trabajo. Imagina por último, armarla con presteza a efecto de que pueda funcionar apropiadamente permitiéndote hacer tu labor cotidiana. Para esto, considera que ya han transcurrido al menos tres horas desde que dejaste tu domicilio en la periferia de la gran ciudad y, en este tiempo, no has obtenido ingresó alguno; aún así, te sientas en tu diminuto banquito esperanzado de que éste será un buen día saludando a cuanto parroquiano pasa.
Una vez en tu sitio, “oficina” armada, implementos de trabajo en mano y una acera en plena actividad peatonal, habrás de esperar pacientemente la llegada de clientes. A su arribo, habrás de saludarles invitándoles a tomar asiento entregándoles simultáneamente un ejemplar del periódico para, a continuación, poner todo tu empeño, fortaleza y dedicación a fin de producir brillo donde habría opacidad, recuperar piel lozana donde la habría marchita y batallar hasta obtener imagen de pulcritud donde el polvo se habría posicionado logrando, a la postre, verdadera cirugía plástica en algunos zapatos que vieron mejores tiempos.
Al final, haz un esfuerzo para verte en el ocaso del mismo día guardando tu bártulos emprendiendo el camino de regreso con, probablemente, magros ingresos obtenidos con mucho esfuerzo aunque gran dedicación.
¡Posesiónate por un momento del papel!, piensa que tú eres ese lustrador de calzado -comúnmente llamado “bolero” que, día a día; de sol a foco, entrega la fuerza de sus brazos a fin de lograr “un excepcional trabajo” haciendo -literalmente- llorar a sus ennegrecidos trapos cada que rozan con pasión la piel de los zapatos cuyos dueños, con atentos ojos, revisan tu avance. Y quisiera que fueras consciente de que todo este excepcional trabajo llega a consumir hasta 20 minutos por cliente obteniendo, por cada par, la modestísima suma de $15 a $20 (pesos mexicanos), $1.20 a $1.50 (dólar americano). Es en este pensamiento que tu descubres que el trabajo excepcional no tiene relación con la remuneración, es intrínseco a la satisfacción de hacerlo.
He estado en muchos lados del mundo, visitado muchas ciudades de América y visto muchas ocupaciones y actividades profesionales. Sin embargo, rara vez he sido testigo de un trabajo personalizado más bien logrado que el de un bolero en cualquier parte de México. Cada vez que visito una ciudad mexicana, no me pierdo la oportunidad de lustrarme el calzado o, como se dice ahí, “darme bola”. La veces que he necesitado un descanso físico en medio de un ajetreado día de citas y taxis, he localizado un bolero. En cada ocasión que he requerido descanso psicológico me he sentado en la alta “oficina” de un bolero disfrutando al máximo de sus servicios, del panorama y del placer de ver un trabajo excepcionalmente bien logrado.