Estas fechas decembrinas se encuentran plagadas de estímulos de muchas naturalezas. Abundan los deseos de felicidad compartida, las búsquedas de perdón y redención por parte de seres queridos. La fiesta de Navidad nos provoca sensaciones de reencuentro o abandono dependiendo del entorno. Los días previos al fin de año se prestan para elaborar promesas de cambio, propósitos de crecimiento y mejora. Cerramos círculos para abrir otros lo cual nos estimula a confrontar nuestra realidad.
En la fiesta de año viejo, una a una comemos doce uvas al son de las últimas campanadas del agonizante día final. Expresamos “muy usados” deseos de bienaventuranza mientras repartimos abrazos a propios y extraños. Pensamos con sinceridad que el año por venir nos traerá lo que el presente nos negara confiando que esta vez, a diferencia de ayer, si vamos a cambiar logrando lo “tan deseado” minimizando así el saldo negativo que arrastramos del año que termina.
Los propósitos de año nuevo
¿Por qué esperamos hasta el filo del año para reactivar los motores de la esperanza fijándonos propósitos? ¿Qué nos hace pensar que necesitamos un fin de año, cumpleaños y/o aniversario a fin de estimularnos e ir tras el milagro de la auto-transformación tan necesaria en nuestras vidas personales y profesionales?
Considero que los “marcadores auto-impuestos en el tiempo para empezar una acción” como los clásicos: “Comienzo la dieta con el año” o “después del día de Reyes me meto al Gym” y “Nomás regrese de vacaciones empiezo el proyecto”, no son más que excusas dilatorias a fin de no actuar (antes de esa fecha) justificando nuestra pasividad. El mismísimo acto de comprometerse a un cambio fundamental a partir de una específica fecha futura, genera inmediatamente la sensación de relax y la falsa impresión de misión cumplida por el hecho mismo de calendarizarlo.