Entre mayo de 1999 y enero de 2012, se difundió cada domingo, en Venezuela, un programa de televisión titulado “Aló presidente”, conducido por el dictador Hugo Chávez. Duraba, más o menos, seis horas. Desde ese espacio, el presidente de Venezuela arremetía insultos y ofensas contra sus adversarios. El tirano era vocero de la información oficial, el todopoderoso. Con sus mentiras cautivaba, pero también sembraba odios.
En México, el presidente López Obrador instituyó en el salón Tesorería las “mañaneras”, que religiosamente protagonizó durante todo el sexenio, como sello característico de su estilo personal de gobernar. Su objetivo era comunicar los temas de su agenda, defender el proyecto de la 4T y dar a conocer sus programas y políticas públicas, pero también fue un foro permanente para descalificar a sus antagonistas y polarizar a la sociedad. Sus peroratas, con su estilo socarrón, emularon actitudes, expresiones y gestos del extinto dictador Chávez.
Algunos califican este ejercicio como un abuso de poder, un ataque desde la posición de jefe de Estado que le dio el voto de los ciudadanos producto de los bombardeos propagandísticos aderezados con mentiras y cifras alegres que vinculaban el ejercicio de gobierno con el bienestar de la población, especialmente los segmentos marginados.
Cada mañanera fue un espectáculo de habilidad e ingenio, para producir artificialmente efectos de apariencia maravillosa. Mensajes con un atisbo de megalomanía imposible de ocultar. Siempre presente el endoso de la responsabilidad de todos los males del país, presentes y futuros, a los gobernantes anteriores y a la corrupción, sembrando incansablemente la falsa idea de que se estaba combatiendo e incluso ya se había erradicado.
Según un informe de Spin-Taller De Comunicación Política, publicado por El Universal, en cuatro años de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador había pronunciado 101 mil 155 mentiras, un promedio de 103 por conferencia de prensa, el 230 por ciento más de las que Donald Trump dijo durante su gobierno.
Luis Estrada, autor del libro El imperio de los otros datos, las cuantiosas afirmaciones falsas en que ha incurrido el tabasqueño se deben a error, desconocimiento o dolo.
En forma abusiva, desde el micrófono de Palacio Nacional ha acusado y agredido sistemáticamente, “con todo respeto”, a sus adversarios. No dejó títere con cabeza. Invariablemente aderezó sus mensajes con ironía, provocando risitas perversas de cercanos colaboradores, conocedores del viejo truco del encantador de serpientes. Su lenguaje corporal mostraba el auténtico mensaje del engañabobos. Es bien conocido que el 93% de lo que transmitimos tiene gran influencia en las relaciones sociales, por el inmejorable efecto de las emociones, por ello eligió el histrión un medio de contacto directo con los potenciales receptores de sus mensajes. Los gestos y pataletas fueron distractores para esquivar la verdad.
A lo largo del sexenio se libró una batalla por la agenda de la conversación pública. Por un lado, el presidente, junto con sus medios de comunicación y locutores afines, haciendo eco a temas que no tenían que ver con la realidad y con el presente, privilegiando la difusión de los escándalos de violencia y corrupción de gobiernos pasados, complementando el discurso de la victimización del presidente, quien siempre se quejó de ser el mandatario más atacado, el más criticado. No pocas veces tratando de colocar en la agenda la supuesta gestión de golpes de Estado en su contra.
Por el otro el periodismo, sin dejar la revisión de los pendientes del pasado, con la misión intrínseca de revelar la realidad de la gestión de AMLO, como parte del acontecer en el país.
AMLO demostró siempre ser una amenaza a la imperfecta libertad de expresión en México, e incurrió en una de las prácticas favoritas del autoritarismo: combatir denodadamente cada mañana, en largas sesiones de propaganda oficial descarada, a esa libertad de expresión. Un ejercicio que no aclaró la información ni desmintió con datos lo publicado. Solo insultó y descalificó. Fue diseñado para golpear a los periodistas, calumniarlos, insultarlos, acusarlos, disminuirlos por haber cometido el pecado de contradecir al presidente más poderoso en décadas, exponer sus contradicciones, sus errores, sus excesos.
Ayer concluyó por este sexenio este perverso show, cuyo “éxito” debe a las características personales del histrión. Concluye con la amenaza de que continuará con la defensora a ultranza de su padre putativo.
A ver cómo le va…