Cuando le dedicamos horas y horas muertas a las redes sociales, parece que estuviéramos simplemente entreteniéndonos en medio del caos que es el mundo hoy. Pero ciertamente no son un juego. En lo más mínimo lo son. Y tan fácil que es hacer un clic en un botón como el de “compartir” o “publicar”. Y tan sencillo que resulta difundir cuestiones falsas, darle peso a pequeñeces y dejar de lado las cosas que sí exigen de nuestro verdadero criterio.
Me refiero a lo que pasó recientemente en mi tierra, Colombia, con el asunto del plebiscito para refrendar los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Más allá de la patética situación política y los juegos de egos que en esas altas esferas están obstaculizando la ejecución del acuerdo de paz, tema que no viene a cuento acá, lo interesante y miedoso es el papel que en todo esto han jugado las redes sociales.
Las redes sociales han sido utilizadas, por los enemigos de la paz, como el arma de desinformación más letal que pueda tenerse idea. La campaña de “manipulación” masiva centrada en el miedo y en el enojo nunca hubiera tenido tanto impacto sin la ayuda de las señoras redes, que entran a nuestra intimidad las 24 horas, sin pedir permiso y sin el menor cuidado por nuestra parte para pensar antes de creer lo que en ellas se riega.
Para que el internauta haga confiable casi cualquier información, basta apelar a sus instintos
básicos, sí, mover sus emociones, y se dará el “compartir” sin detenerse a abrir campo a cualquier tipo de duda. Es cierto, somos robots, pero lo que hace más grave el panorama es el poder que nos ha brindado la capacidad de subir y subir cosas, de opinar quedándonos callados, de tirar la piedra y esconder la mano.
Y más delicado aún porque toda esta dinámica “viral” y la intensa actividad “digital” siempre van “peligrosamente” acompañadas del señor ego. Nuestros muros terminan siendo la cara que le ponemos al mundo, para que nos admiren, para que nos sigan o para que nos odien. Todo puede ser. Y mientras el ego, y muchas veces la ignorancia, impulsa nuestros dedos para hacer los clics que creamos convenientes, jamás calculamos lo que estamos haciendo.
Se pierde el control de lo que se expone. Se abren vías y puertas, sin el menor cuidado. Se apela a los “supuestos criterios” pero esta era digital, en muchos sentidos y por la rapidez y el peso de los egos, en nada contribuye a la construcción de criterios. Yo digo que no estábamos preparados para usar estas “armas”. En ese sentido, esta nueva era nos agarra con los calzones abajo.
Miles se informan todos los días en las pantallitas. Para miles lo cierto es lo que ocurre en sus muros digitales. Miles creen y dejan de creer gracias a un post. Miles han convertido el teléfono en una extensión de su mano. Miles no piensan, solo postean y cuentan los “likes” en función de la admiración que generan sus ideas. Miles solo pueden expresarse con emoticones.
Miles votan en contra en un plebiscito por la paz de un país bañado de sangre, basados en avalanchas de palabras que naufragan sin sentido en el río revuelto de las redes. Armas de “difusión” masiva, así es, más letales que muchas armas que disparan balas, éstas contienen municiones que impactan en lo más profundo de las conciencias.