Se podría suponer que un consumidor obsesionado con lo nuevo es simplemente un early adopter; sin embargo, esto sería una sobresimplificación muy grave. La obsesión con la mejora constante no tiene fundamentos en el aprendizaje colectivo de la sociedad, es más probable que una sinfonía de Beethoven sea escuchada en 30 años que la última canción de Miley Cyrus.
No quiero decir que la innovación es mala o que su valor sea intrínsecamente indeseable, la propuesta de la columna es mucho más transparente. Los consumidores debemos de ser más desconfiados de la innovación y evaluar el beneficio marginal, no el total. Es decir, si nuestra nueva tableta pesará sólo 3 gramos menos, ¿qué beneficio real tiene para nosotros? ahora, si el cambio son 3 kg, probablemente sea indispensable. Los mismo sucede a nivel estratégico y en compra de medios, los medios tradicionales siguen obteniendo resultados acumulados superiores a las tecnologías emergentes, ¿hace sentido abandonar estrategias con éxito comprobado por ganancias marginales menores? la respuesta ya debería ser clara, por supuesto que no. No toda nueva tecnología o innovación en estrategias, sistemas o pasos a seguir es deseable o recomendable, es indispensable cuantificar el beneficio marginal para tomar la decisión.
Los que trabajamos en mercadotecnia, publicidad y medios tenemos que ser estudiosos de las nuevas tecnologías, tendencias y oportunidades, pero no debemos de implementar dichas mejoras de manera forzosa. Esto presenta un problema para el área de mercadotecnia quien será responsable de comunicar sólo las innovaciones o mejoras que sean transcendentales para el consumidor y no caer en el juego de las pastas de dientes “ahora dejará tus dientes más blancos”, ¿qué tan blanco es el blanco?. Parece falso, pero el consumidor termina por aburrirse o ignorar tales declaraciones, en ese orden de ideas me parece que la principal obligación del mercadólogo es ser relevante, no lo contrario.