Fue un 4 de agosto de 1821 cuando un pequeño pueblo del sur de Francia fue testigo del nacimiento de quien se convirtiera no sólo en el creador de maletas más famoso del mundo, sino además el constructor de una marca cuyo lujo es tan poderoso que tiene la capacidad de golpear directamente en la parte emocional de quienes buscan algo más que valijas y baúles.
Valga como pretexto el aniversario 195 del natalicio de Louis Vuitton para recordar la forma en la que el marroquinero francés construyó un emporio que fue corresponsable de una evolución en la forma en que las marcas —sobre todo las protagonistas del mundo de la moda— suelen venderse.
Hoy una marca no es el producto que comercializa, sino todo lo que hay alrededor de él: un estilo de vida que tarde o temprano va a ser envidiado por las demás personas, un logotipo que todo el mundo reconoce, pero pocos tienen el privilegio de portar. Por esto, las firmas ya no focalizan sus esfuerzos en presumir las bondades de sus productos, sino el estatus y la satisfacción que se adquieren al elegirlas.
La evolución que aquí recordamos tiene que ver con que una buena parte de la comunicación que generan las marcas tiene que ver con lo emocional, lo que hoy le importan las marcas y cuyo resultado, por supuesto son altas ventas, es crear un vínculo emocional con sus consumidores e incluso con quienes sueñan con adquirir sus productos.
Pero el panorama era muy distinto en el París de los años 1800, cuando Vuitton comenzó su carrera al ser contratado en el taller de un artesano constructor de cajas, oficio que aprendió y le valió para que en pocos años, fuera designado por la esposa de Napoleon III como el responsable del manejo de su equipaje.
A mediados del siglo antepasado, los maleteros vendían, precisamente maletas y baúles. Ni la innovadora forma de construir sus baúles de formas rectangulares para manejar de forma más práctica el equipaje y proteger los enseres de ultralujo de la realeza francesa ni la calidad excepcional con la que trataba al cuero y la madera hicieron que Louis Vuitton imaginara que, casi dos siglos después, la marca que construyó fuera objeto de estudio por la forma en que ella y otras firmas han sido partícipes de una transformación en la forma de utilizar las emociones marcas con el fin de instalarse efectivamente en el corazón de sus compradores.
Muchos consideran a la marca de la L y la V doradas como la más exclusiva del mundo, la expresión perfecta del libertad permeada por una gran dosis de lujo. Como metáfora intencional, acaso espontánea e involuntaria, pareciera que la comunicación que desarrolla es resultado de que la firma goza de aprovechar su posición de alto privilegio para darse el lujo de mostrar de forma sugerida sus productos, y mejor aún, centrarse en un concepto de un viaje sofisticado y de extrema elegancia.
Desde el humilde origen de un huérfano francés que desarrolló una marca reconocida mundialmente cuya única misión fue trascender ante las adversidades con el poder de su trabajo y que logró cautivar a la realeza europea de mediados del siglo XIX, hasta las sólidas y efectivas campañas de comunicación íntegramente digitalizadas que hoy se fraguan, basta con concluir que la parte emocional es lo que rige el comportamiento de los consumidores y si logramos jugar con esto, estaremos logrando el éxito absoluto. La historia nos da la razón.