En épocas de crisis, la confusión es una constante. Tal parece que el subsecretario de salud, Hugo López-Gatell, ha confundido su papel de funcionario público con el de un editor. “No ponga eso en su nota”, dijo el subsecretario a la reportera de Reforma, Dulce Soto, luego de que ésta le pidiera insistentemente información precisa sobre el método centinela.
El hecho desencadenó, otra vez, la polarización social. Como si viviéramos en un país donde no hay matices, donde sólo existen el negro y el blanco, la gente defendió o denostó a la periodista. Hubo quienes le hicieron memes, se burlaron de ella y hasta la ofendieron en redes sociales por supuestamente no poner atención en las conferencias por estar al pendiente de su celular (algo francamente absurdo, pues es sabido que todos los reporteros en las conferencias utilizan su celular para escribir la nota en tiempo real y así subirla rápido a la página web). Hubo también quienes la defendieron y quemaron en la hoguera virtual a López-Gatell, a quien se tachó de intolerante e incompetente.
Ninguna de las dos posturas es deseable.
En la columna anterior, planteamos la necesidad que de elevar el debate público. Y eso sólo se logrará en la medida en que podamos encontrar grises en nuestras reflexiones, no opiniones absolutas que sólo generan encono social. Si de por sí desde Palacio Nacional ya se fomenta un discurso maniqueo de polarización, de buenos contra malos, de ricos contra pobres, de honestos contra corruptos, nosotros no debemos contribuir a alimentar esa clase de discursos.
Volvamos al tema central: Hugo López-Gatell. Lo que ha sucedido con su imagen es muy curioso. Antes de la pandemia de Covid-19, era una figura casi invisible dentro del gabinete. Pero ojo: quien lo haya visto o escuchado se habrá dado cuenta de que es un hombre fiel a Andrés Manuel López Obrador. Incluso ya en plena contingencia sanitaria, tuvo la temeridad de decir que el presidente no podía contagiar a nadie por su gran estatura moral. Esto fue lo que dijo exactamente aquella tarde: “La fuerza del presidente es moral, no una fuerza de contagio”.
Pocos hicimos caso a aquella disparatada declaración porque, inmediatamente, López-Gatell se erigió como el rostro amable y afable del gobierno mexicano. Con una capacidad retórica envidiable y unos modales incuestionables, el subsecretario salía a las conferencias de prensa con la mayor disposición e incluso fue uno de los pocos funcionarios en aprenderse los nombres de los reporteros.
Pero no fue lo único que abonó a su buena imagen. De pronto, las redes sociales explotaron en memes y stickers de elogio hacia su persona: que si estaba guapo, que si era un tipazo, que si era un hombre íntegro, que si era un esposo perfecto, que si estaba más guapo cuando era joven, que si era un hombre estudiadísimo y cultísimo, que si quería ser rockero…
Todos estos halagos —fundados más en lo emocional que en lo racional— me recordaron al año en que todas las mujeres morían por el joven candidato presidencial Enrique Peña Nieto. Sólo que ahora no eran amas de casa de zonas marginadas las que enloquecían, sino chicas con estudios y mujeres preparadas. E incluso también me recordó otro poco a cuando en 1994 todas las mujeres se encandilaron con la figura del Subcomandante Marcos, a quien idolatraron en posters y todo tipo de afiches como si se tratarse de una estrella pop.
Estas lluvias de elogios que cayeron sobre López-Gatell han mermado en intensidad y frecuencia. ¿Por qué? Porque cada vez al subsecretario se le ve más cansado. Más harto. Más disperso. Sus discursos explicativos y hasta nobles se han convertido en regaños a reporteros y su molestia es cada vez más habitual cuando debe precisar datos o responder ante cuestionamientos por la falta de equipo médico para luchar contra el coronavirus. La realidad comienza a rebasarlo.
Es cierto que hay periodistas que acuden a las conferencias sin preparación previa. Esto es un problema que ha aquejado al gremio periodístico por muchos factores de los que no hablaremos en esta columna por falta de espacio. Pero la realidad es que la mayoría de los reporteros y reporteras que van a las ruedas no sólo se juegan la vida al exponerse a un contagio, sino que también se desgastan en informar a una sociedad que, muchas veces, suele hacer más caso a las cadenas de WhatsApp que a una noticia bien hecha. Y si a eso le sumamos que gran parte de los reporteros trabaja sin seguridad social o con sueldos precarios, la situación se agrava.
Que Hugo López-Gatell haya tenido el atrevimiento (poco ético) de decirle a la reportera Dulce Soto: “no ponga eso en su nota”, habla directamente de la falta de sensibilidad y de respeto que tiene el subsecretario por el oficio periodístico. No nos confundamos: la tarea del periodista es preguntar. Y si hay que preguntar una, cinco o 50 veces para que la información sea clara y fidedigna para el ciudadano, que así sea. En tiempos de fake news, no podemos darnos el lujo de imprecisiones.
Sí, Hugo López-Gatell defiende su trabajo. Es normal. Pero no debe hacerlo a costa de ridiculizar, regañar o entrometerse en la labor de los informadores. El fin de semana pasado, leí en Twitter que el subsecretario ya se “andresmanuelizó”. Ojalá que no. Ojalá que siga siendo un funcionario abierto, tolerante y amable. Explicativo ante cada pregunta de los periodistas o de la ciudadanía. Que no oculte información con eufemismos o promesas: “mañana lo explicamos”. Y que prepondere la transparencia por encima de su admiración o su respeto por el presidente. Es un dilema ético, claro está. ¿Pero acaso no es eso lo que necesitamos?