Por Daniel Granatta
Twitter @danigranatta
El viernes pasado iba yo en mi coche, apresurado, camino del dentista por las calles de la Ciudad de México. La hora, la ideal, las 4 de la tarde (estoy siendo sarcástico), esa hora en la que todo el tráfico se colapsa en dos o tres avenidas creando unos embotellamientos espantosos y en la que todo el mundo decide que su prisa es más importante que la de los demás. Y en esas estaba yo, navegando entre un mar de coches, cuando fui el primero de los vehículos que no alcanzó a pasar un semáforo en verde que se puso rojo de repente, quedándome ligeramente adelantado con respecto a los coches de las otras filas que iban en la misma dirección que yo. En esas, pasaron dos coches frente a mí, en el tráfico que se cruzaba perpendicularmente. Luego pasó un tercero. Y de repente, el conductor del cuarto, bajó la ventanilla del lado del copiloto y me gritó sonoramente “ERES UN **** ** ** ****** *****”, mientras cerraba todos los dedos de su mano excepto el dedo corazón.
Ni qué decir tiene que me quedé ligeramente aturdido por tanta agresividad gratuita (aún me pregunto qué sería lo que pasaba por la cabeza de semejante esperpento de persona o qué es lo que yo le habría hecho), pero luego comencé a cavilar acerca de qué pasaría si yo hubiera sido, por ejemplo, una valla comercial de alguna marca. Me lo imagino al tipo gritando desaforadamente y luego me pregunto si, en dado caso de encontrarnos en una fiesta cuatro horas después, me seguiría gritando y enseñando su dedo corazón (espero que no, porque si así fuera, imaginen qué clase de fiesta sería esa). O sea, para no hacer el cuento largo, cuando se mide la afinidad de las personas con una marca suele ser en contextos que de alguna manera no sacan ni lo mejor ni lo peor de nosotros mismos, pero resulta que a lo largo del día uno es tantas personas que ese grado de afinidad pudiera variar de forma escandalosa.
Pobre marca la anunciada en una valla cuando nuestro conductor educado se quedara detenido con su coche, dedo al viento y taponado por delante y por detrás. Y feliz marca la que estuviera emitiendo un anuncio en televisión cuando ese tipo llega a su casa, se cambia los zapatos por unas zapatillas y se sirve su comida con una copa de vino delante, en el primer momento de la semana donde el pobre hombre saca unos segundos para inhalar fuertemente y dirigirse a su fin de semana.
O sea, que la marca X me gusta a las 6 de la tarde pero me molesta más que un zancudo por las noches si me la encuentro tres horas antes. No es nuevo esto, quiero decir, es normal que un banner de una cerveza sea más efectivo un viernes a la 1 de la tarde que un martes a las 10 de la mañana y por eso los viernes son mejor día para pautar banners de cerveza, por ejemplo. Pero ahora me refiero al general, no a especificaciones tácticas para vender un poco más en determinado día. ¿Qué pasaría si las marcas tuvieran en cuenta el estado de ánimo o felicidad de las personas para actuar en consecuencia? O sea, ¿sirve de algo vender mucho cuando todo el mundo está absolutamente encabronado con la vida?, por decirlo de alguna manera.
Fantaseo entonces, porque me acuerdo de cuando el Rey de Bután dijo que “la Felicidad Interior Bruta de las personas ha de ser mucho más importante que el Producto Interior Bruto del lugar en el que viven”, y desde ese día la filosofía de la Felicidad Interior Bruta (FIB) ha guiado la política de Bután y su modelo de desarrollo. Supongo yo que este modelo ha debido ser objeto de burlas salvajes aquí y allá, pero puede que, de repente, no estuviera tan desencaminado cuando ciudades como Bruselas, Londres o París tratan de poner en funcionamiento índices de similar propósito para decir muy contundentemente que hay más cosas en la vida que el dinero, y que puede que éste genere felicidad, pero a qué coste para nuestros nervios.
Entonces imaginen, digo, una empresa que vende X producto en enormes cantidades, año tras año. No es el que más vende pero vende mucho, muchísimo. Pero resulta que todos sus empleados muestran claros síntomas de infelicidad y los empleados de las agencias que trabajan para esa empresa muestran también claros síntomas de infelicidad. Y la gente que compra el producto lo hace simplemente para satisfacer una necesidad, no necesariamente porque haya algún tipo de valor agregado a su felicidad o infelicidad. A veces, incluso, compran el producto porque es de los menos malos que hay en esa categoría. Pero nada importa, porque la cifra de venta tiene sentido.
Y así, resulta que cuanto más ven las marcas a las personas únicamente en función de si compran o no, de si son o no “consumidores” (una de las palabras más terribles del diccionario), más nos aproximamos a necesitar algo como lo que instauró Bután hace ya tanto tiempo. Debe ser terrible evaluar todo desempeño en función de un número que lleve por nombre “Ventas”, tiene que haber algo más, uno querría suponer. Como que las marcas midieran la felicidad/infelicidad que generan a su alrededor o que trataran como VIPs a la gente. Que, consuman o no consuman, la vida pudiera ser mejor para esas personas gracias a esa marca.
Fantaseo, supongo, pero bueno, mañana es viernes y tengo que volver al dentista, a ver si no me toca otro semáforo en rojo. Mientras tanto, habrá que ir leyendo más sobre Bután y su índice FIB.