Por: Carlos Luer
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Los avances tecnológicos de los últimos 25 años han “achicado” y “aplanado” al mundo entero. La comunicación móvil, la masificación de equipos de cómputo, la explosión del internet, la llegada de electrónicos de consumo, el enorme avance en la capacidad de transmisión de datos en dispositivos móviles, así como la socialización a través de dichas herramientas han transformado dramáticamente los hábitos de las personas, tanto en el ámbito profesional, como en la vida personal.

Estos avances, van orientando a las nuevas generaciones hacia la adopción de hábitos, con la promesa de un “mejor” esparcimiento y de eficientar el uso del tiempo en aras de la productividad, la conveniencia y el entretenimiento. Para ejemplo, basta esta misma columna, la cual puedes leerla en tu trabajo, en un café, en un taxi o en el baño de un amigo, la cual puedes compartirla, comentarla y entablar un diálogo con el mismo autor al instante, todo con el “poder de tu click”. Eso antes era sencillamente impensable.

Hasta aquí vamos bien, la tecnología nos permite hacer mejor y más rápido cosas que antes no pensábamos que se podían hacer. El tema surge cuando dicha tecnología la sacamos de contexto y le damos un peso desmedido en nuestras vidas:

Recientemente, tuve la oportunidad de asistir a uno de los conciertos de André Rieu en el auditorio nacional. Resulta que, en una de las piezas se le permitió a la gente acercarse al escenario. Cual va siendo mi sorpresa que al poner atención en el “tumulto” observé no menos de 50 o 60 pantallas de celulares y tabletas filmando al afamado director. De verdad, no lo pude entender. Asistir a un concierto, con excelentes músicos, tocando instrumentos en vivo, con un excelente director, estar tan cerca para sentir la música saliendo de los instrumentos y todos viendo una pantalla. Se lo perdieron. Estaban tan preocupados por filmar y encuadrar la imagen, tan desesperados por “compartirlo” en sus redes sociales que se perdieron un momento único.

¿A cuántos de nosotros nos ha pasado eso? ¿Te ha tocado ver una puesta de sol espectacular y sacarle una foto con tu celular? ¿Has podido comparar la foto con lo que estás viendo en ese momento? Cuántos de nosotros no tenemos ya el pre-condicionamiento a tomar fotos “automáticas” de lo que pensamos que será un momento especial, sin darnos cuenta que en ese acto, nos estamos perdiendo lo más importante; la experiencia de percibirlo a través de nuestros sentidos. Lo mismo puede pasar en el trabajo, en una comida con un amigo, cuando estamos con la familia, cuando estamos descansando o en un momento personal.

Estos hábitos pueden implicar una tendencia de virtualización de los individuos, en las que, con el afán de conectar, compartir e interactuar, se pierde una de las cosas más importantes que nos define como persona: La experiencia.

Es muy importante concientizarnos acerca del uso que le estamos dando a la tecnología, a las redes sociales y en general a cómo procesamos las experiencias que nos ocurren. ¿Qué es primero? ¿La experiencia en sí o preparar el momento para después compartirlo en nuestras redes sociales?

Cómo dicen por ahí, la tecnología es un excelente sirviente pero un pésimo amo. Creo que es muy importante darnos cuenta y poner especial atención en procesar nuestras experiencias a través de nuestros sentidos y vale la pena analizar qué tanto de nuestro día depende de esa famosa “pantalla conectada”.

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