Todo lo que se construye será destruido y transformado. La identidad es una construcción y, a la vez, una experimentación y un proceso paulatino y constante.
Al construir nuestra identidad buscamos distinguirnos y diferenciarnos de los otros. Luego de advertir nuestras particularidades en relación con los demás, tratamos de identificar cómo somos en realidad. Según el psicoanalista Erik Erikson, la búsqueda de la identidad tiene lugar en su forma más básica entre los 13 y los 21 años. En un principio se enfoca en la orientación espacial: ¿dónde estamos y qué lugar ocupamos en el espacio y el tiempo?, ¿qué papel desempeñamos en el juego de la sociedad y en la familia de la que provenimos? Buscamos sentirnos seguros en cuanto a quiénes somos, a dónde pertenecemos y, por consiguiente, cuál podría ser nuestro destino. Evidentemente, no podemos saber a dónde vamos si no tenemos claro de dónde venimos.
Vivimos en una lucha dialéctica. La evolución nos hace cada día más anónimos, al tener exceso de información y mucha densidad de población concentrada en espacios reducidos en las ciudades, nos volvemos uno más entre millones, imperceptibles. Cuanto más avanzamos, más nos desdibujamos. Las grandes ciudades son también fábricas masivas de anonimato y evolución. De ahí la importancia de desarrollar la conciencia de uno mismo, de individualizarnos y diferenciarnos frente a los demás.
¿Cómo construimos la identidad digital? En gran medida, con base en la percepción de los otros. Caminamos por la calle de la mano de nuestros teléfonos inteligentes. Nos apoyamos en aplicaciones que nos dicen cuál es la mejor forma de llegar a nuestro destino sin retrasos o sin tropiezos innecesarios. Convertimos en parte de nuestra tribu o familia a personajes que conocimos en nuestras pantallas o dispositivos vía Instagram, Twitter o Facebook.
La identidad digital de los seres humanos que conviven con experiencias online se ha transformado y evolucionado de forma muy acelerada. Esto es muy obvio, pero ¿qué impacto ha tenido la vida digital en la identidad offline de antaño? Un impacto muy significativo, mucho mayor de lo que imaginamos. Esto es equiparable a los desarrollos económicos y tecnológicos que han transformado la fisonomía y motricidad del cuerpo humano. Los dedos de los pies parecen ir adoptando la forma de muñones porque, ciertamente, ya no son necesarios para hacer tracción directa sobre los terrenos que recorremos; caminamos menos, y la inmensa mayoría de la población mundial usa zapatos o sandalias.
Lo mismo puede decirse de la vida digital, que está detonando evoluciones e involuciones y que sacude a los grupos sociales y tribales, así como a la cultura y la contracultura posmodernas, para dar paso a nuevas culturas y contraculturas.
Pese a que la vida digital se construye de forma muy compleja, es también algo muy sencillo. Sólo hay dos caminos posibles para tran- sitar por ella: la interpretación individual de las experiencias online y la misma interpretación, pero de los sucesos de la vida offline. Nuestra identidad digital se teje a partir del diálogo entre estas dos vertientes distintas entre sí –aunque complementarias– de la vida contemporá- nea. Y, más importante aún, la identidad digital nos integra o nos aísla de nuestros socios de vida, con quienes compartimos una misma tribu o grupo cultural o social.
La comunicación es cultura. Y lo que no se comunica muere. En los campos de juego de las sociedades modernas entretejemos todos los días nuestras distintas identidades digitales con las de otros. Hay quienes tienen identidades digitales más incipientes. También están los que viven en interminables crisis de identidad, los que están buscando su identidad y los que deambulan perdidos por no saber quiénes son y a dónde van en su vida digital.
Al igual que la identidad existencial, que consiste básicamente en preguntarme quién soy o quién no soy, qué me gusta o qué no me gusta y a dónde voy, así como en definir mi ser en comparación con otros, la identidad digital se basa en estos mismos efectos, pero en una atmósfera o terreno diferentes. Los estímulos también son distintos; provienen del formato digital en línea, de lenguajes WiFi o de ambientes 2.0, y están bordados en internet.
¿En dónde repercute la identidad digital?
- En mi autoestima. ¿Qué tan popular soy? Si me das “like” o compartes algo conmigo, ¿mi autoestima será mayor?
- En dónde estoy. Sólo sabré quién soy si tú me lo dices a través de mis pantallas digitales.
- En el contenido y el contenedor. La información que uso y con la que aprendo, que es relevante para mí y los de mi tribu, y que es una experiencia de vida para formar mi identidad digital.
- En mis deseos sexuales y preferencias. Mis sombras y perversiones digitales, lo que me gusta y lo que deseo.
- En mi sentido de pertenencia. Qué tanto formo parte de una tribu, subcultura o sociedad.
- En mi postura frente a las coyunturas culturales, sociales y tecnológicas. Mi punto de vista frente a la vida y el mundo; mi ideología, la cual doy a conocer a los otros y conforma mi imagen.