Desde hace varios años que la humanidad nada en caldos de cultivo para los populismos, de izquierda o de derecha. La desigualdad social —esa brecha cada vez más profunda entre ricos y pobres— es la gran base sobre la cual se han asentado las grandes figuras políticas de nuestro tiempo. Donald Trump es uno de ellos.
Si el magnate norteamericano llegó a la Casa Blanca fue justamente valiéndose de la gran desigualdad que existe en Estados Unidos. Una desigualdad que, cabe mencionar, está muy relacionada con el tema racial: según un estudio de The Atlantic, casi el 30 por ciento de la población negra de Estados Unidos vive en condiciones de indigencia.
Trump, como buen populista, sabe aprovecharse de estas condiciones. Y se ganó, a la mala, a la población blanca de su país: los famosos WASP, quienes han sido severamente lastimados por el desempleo y la caída del poder adquisitivo de las clases medias.
¿Qué hizo Trump para ganarse a la población blanca y protestante de su país? Alimentando discursos de odio racial, alentado a la polarización social, culpando a los latinoamericanos de todos los males de América y, finalmente, segregando a quienes históricamente han sido segregados: los afroamericanos. Bien dice el dicho: “Divide y vencerás”.
Con lo que no contaba Trump era que las crisis, muchas veces, se vienen en oleada. Si bien su popularidad ya venía a pique desde hace tiempo, fue hasta la emergencia sanitaria de COVID-19 que su imagen entró en una debacle sin precedentes. Pero lo que verdaderamente tiene en jaque a su gobierno hoy son las protestas negras. Los afroamericanos han tomado las calles de Estados Unidos para alzar la voz, una vez más, contra el odio racial que existe en su contra desde hace muchos siglos. Sólo que ahora la violencia es institucionalizada. O como dijeran por ahí: “El racismo siempre ha existido, sólo que ahora ya se puede grabar”.
Los errores de Donald Trump para lidiar con esta problemática racial han sido graves. En primera, estamos ante un político que no sabe ser neutral. Como buen showman, forjado a la vieja usanza de la televisión norteamericana, Trump no conoce los puntos medios: sólo desea entretener y generar polémica. Sus discursos (desde siempre) acreditan o desacreditan. No conoce de diplomacia, que también, en la política, es una forma de la inteligencia. No es posible que, ni siquiera en el ojo del huracán de las protestas, sea capaz de emitir un discurso neutral para apaciguar las aguas. La crisis ya la tiene enfrente, ya fueron por él a la Casa Blanca y ésta, por primera vez en su historia, tuvo que apagar sus luces ante una protesta masiva.
No olvidemos que Trump ganó las elecciones con un discurso abiertamente racista. El problema de los populistas es que, cuando llegan al poder, creen que todavía son candidatos (sirva México de ejemplo). Trump ya no puede seguir actuando como un propagandista: es un jefe de Estado y, como tal, debe velar por la seguridad y los intereses de todos los estadounidenses. Su narrativa racista, xenófoba, intolerante, se ha incrustado en cada una de sus decisiones. Aunque su equipo de comunicación se empeñe en negarlo. Debe ser difícil ser consultor de un hombre tan cerrado.
Trump insiste en que las protestas violentas son “una deshonra” a la memoria de George Floyd (quien murió asfixiado por un policía de Minneapolis la semana pasada). Sigue guardando silencio sobre la violencia institucionalizada y no institucionalizada contra los afroamericanos. Una violencia que, en pleno 2020, sigue siendo la gran llaga del país que tiene como mayor símbolo la Estatua de la Libertad.
Trump, en suma, confunde el resentimiento de la víctima con la violencia del opresor. Y hasta que no aprenda que se trata de dos cosas diametralmente distintas, su debacle como el presidente de la nación más poderosa del mundo se hará más profunda.
El gran problema de Donald Trump es que su populismo ya no tiene forma ni fondo. Quizás nunca la tuvo, pero sus palabras, sus discursos, sus arengas, ya no tienen validez ante una sociedad que, lo que más necesita, es un líder empático con las mal llamadas minorías, que hoy ya son mayorías en Estados Unidos. El discurso de Trump, antiglobalizador y racista, queda más en 1968 que en 2020. Pero así son los tiempos posmodernos.