Por Daniel Solana
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Sucede en la radio. Muchas veces asistimos a un debate inteligente, lleno de matices y que aborda un tema en profundidad, y cuando de repente aparece la publicidad, el nivel de la conversación baja dramáticamente. Parece como si la charla fuera dirigida a gente con cierta cultura e inteligencia, y en cambio la publicidad se dirigiera a otro tipo de audiencia, de menor nivel cultural, con menor capacidad para apreciar los matices, menos inteligente.
El hecho resulta mucho más evidente cuando son los mismos locutores del programa los que se encargan de locutar los anuncios en directo, con la intención de integrar la publicidad en los contenidos. Cuando es así el cambio de registro es sorprendente. Parecería que la publicidad ha de emplear el lenguaje de los estúpidos para ser entendida.
En televisión también sucede. Lo podemos ver cuando el presentador hace menciones publicitarias y se dedica a exagerar las virtudes del producto anunciado, como si fuéramos tontos, a veces sin que la agencia se lo haya pedido o el guión lo requiera. Yo lo he vivido con varios de nuestros clientes. Desde la agencia solemos hacer grandes esfuerzos por tratar de que las menciones tengan naturalidad, pero resulta muy difícil conseguirlo, porque el presentador o el actor de turno, asumen el registro publicitario y emplean ese lenguaje simplón. En ocasiones se ponen a interpretar de manera tan bochornosamente exagerada los beneficios del producto anunciado, que incluso el propio anunciante se queja de los excesos, que es algo tan inaudito como si se quejara de que el logo es excesivamente grande.
El fenómeno puede observarse también en los concursos o promociones. En esos casos los conductores de los programas le aplauden al concursante sus éxitos más elementales, o dramatizan manifiestamente la dificultad de las pruebas, que es lo mismo que hacemos nosotros con nuestros hijos pequeños. En la radio los técnicos hacen estallar multitudinarios aplausos ficticios cuando el participante acierta, y en la televisión los regidores de los programas estimulan al público para que rompa en aplausos cada dos por tres, a un nivel mucho más efusivo que lo que el momento se merece. Es el mundo infantiloide que hemos creado y del que, según parece, no nos podemos salir.
No sé si en México sucederá exactamente lo mismo, pero en España es así. Son los registros, que por algún extraño motivo imitamos. Los locutores de radio y presentadores de programas de televisión que hacen una mención publicitaria o explican una promoción, se dirigen al público como si tuviera una muy limitada inteligencia. De la misma manera que los médicos se dirigen a sus pacientes como si fueran licenciados en medicina. Y las enfermeras se dirigen a los enfermos empleando diminutivos como si fueran niños. Luego igual es la misma persona, pero cada uno le habla con su lenguaje. Nadie nos ha dicho que tenga que ser así, pero así es.
Es cierto que en publicidad el copywriter hará bien de emplear un lenguaje universal y no hacer uso de términos innecesariamente sofisticados, pero ¿de verdad hemos de tratar a nuestra audiencia como si tuvieran un coeficiente intelectual bajo?
A mí no me parece que la gente, en general y más allá de su nivel cultural, no sepa captar una ironía, un doble sentido o apreciar los matices de un discurso inteligente. No creo que las novelas de mayor éxito sean aquellas que traten al lector como un niño, ni las películas más taquilleras aquellas exentas de un buen director que consigue sacar matices en la interpretación de los actores. Igual la gente más llana no se sabe expresar con gran corrección, pero eso no significa que no sepa apreciar un buen texto, un inteligente discurso o una buena historia audiovisual, de la misma manera que saben apreciar una buena música, un bello paisaje o una buena comida.
La cuestión es que si nosotros, los publicitarios, no facilitamos la evolución del lenguaje de la publicidad al ritmo que evoluciona el mundo, en los nuevos medios, que es donde pronto se van a ver los debates, los programas, los concursos y la publicidad y en el que emergen las nuevas generaciones de jóvenes cada vez más rápidos, sabios y listos, llegará un punto que nuestro discurso será un discurso sin audiencia. Seguramente no son esos jóvenes – aquellos que Jeroen Boschma llama “generación Einstein”-, los más representativos de nuestra sociedad, pero igual sería conveniente que los tuviéramos en cuenta, porque lo que sí seguramente acabarán siendo –si no lo son ya- son prescriptores de nuestras marcas.
El problema de no cambiar ese registro, es que si luego en los nuevos entornos la marca habla como si fuéramos estúpidos, la gente no interprete que es una marca anticuada que emplea un lenguaje anquilosado, sino que sea considerada por la gran mayoría como una marca en la que ella misma es la estúpida.