Por Camila González
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Hay cosas que, sin saber a qué hora, se van volviendo vacas sagradas en la vida de uno; cosas que tendemos a glorificar sin detenernos a pensar. ¿Detenernos? ¿A pensar? Pero si apenas sacamos tiempo para comer. Confieso que no sé cuándo ni a qué hora tengo tantos perfiles, passwords y responsabilidades digitales. Responsabilidades con las redes sociales, perdón, con mis amigos virtuales, no, con mi imagen en línea, definámoslo como: responsabilidades con mi yo digital.
Sé que sigo plasmando acá mis incredulidades digitales, y está bien, siempre son interesantes, o al menos divertidas, las opiniones contrarias. Mi tesis esta vez es que las redes tienen su lado turbio, nos sirven de máscara frente a otros, nos hacen cobardes para ser auténticos y nos sitúan en esa zona de confort de la autoestima que se apoya en nuestra mejor foto; y las frases y comentarios más inteligentes y “chingones” son nuestro nuevo rostro para el mundo. Ideal, un rostro sin expresiones, arrugas, barros ni miedos.
¿Somos sinceros en las redes sociales? El “Centro de Estudio de Opinión Pública de Rusia”, por ejemplo, habla de los datos personales que los visitantes de blogs y social media más tergiversan, en orden de más a menos: nombre, sexo, edad, físico, estado civil y relaciones, aficiones musicales y artísticas, centro de estudios, nivel educativo, hobbies y viajes.
Otro estudio de una firma alemana (Biktom) dice que uno de cada cuatro internautas disfraza la realidad en las redes. A más juventud más mentiras: 39 por ciento de los jóvenes entre 14 y 29 años admite haber dicho alguna mentira en las redes; hay 19 por ciento de mentirosos entre la gente de 30 a 49 años; y el porcentaje en los mayores de 50 apenas es de 12 por ciento.
Si de “investigacioncitis” se trata, por ejemplo de esas que “patologizan” el exceso de tiempo en la red, los gringos no se pueden quedar atrás. La American Academy of Pediatrics asegura, en un informe clínico, que niños y adolescentes que pasan demasiado tiempo en las redes sociales pueden desarrollar síntomas de depresión.
Y, en pocas palabras, hablan de que los jóvenes se vuelven muy competitivos en Facebook, que se fomenta la anorexia, el cyberbullying, el acoso online, las compras compulsivas, el suicidio y que para algunos puede ser motivo de angustia ver los estatus, el número de amigos y las fotos “de vida perfecta” de sus contactos. Me pregunto si es Facebook el que nos deprime o si los depresivos son más internautas.
Ya la mayoría de la vida sucede allí, en ese universo paralelo, donde nos informamos, nos alegramos y nos entristecemos, hacemos amigos y peleamos, compramos, nos estresamos, perdón, nos “digitoestresamos”… Somos, allí somos quizás otra faceta de nosotros mismos: la ideal, la del “exposure”, donde aparece nuestra mejor gala.
Si, si, si, ya sé, las redes sirven para miles de otras cosas. No es blanco o negro. Me encanta exagerar. También nos conectan, ubican amigos del pasado, sabemos de trabajo, nos reímos, reflexionamos y hasta se crean importantes redes de apoyo para diversos fines.
Pero yo sigo siendo de la vieja guardia: al tocar la pantalla de mi iPad mientras pongo un me gusta o me entero de una noticia de alguien a quien no le oigo la voz hace años, anhelo una caminata en un parque o una cerveza cantinera para sentir la piel y la profundidad de los ojos de un amigo cuando me confirma que sigue vivo.
