El fin de semana pasado fuimos testigos de una acción increíble. En diversas ocasiones hemos presenciado hechos en los que jugadores insultan y agreden a los árbitros. Sin embargo, presenciar la agresión de un árbitro a un jugador resulta sumamente extraño.
El árbitro es la máxima autoridad durante un partido de fútbol; es de todos conocido que la última palabra y el poder absoluto reside en él. Los jugadores y el cuerpo técnico conocen a la perfección al árbitro que conducirá las acciones del encuentro y en consecuencia modulan su conducta para evitar alguna infracción.
Entre los atributos más importantes que debe tener un árbitro, se encuentra su capacidad técnica para anticiparse, predecir, interpretar, juzgar y aplicar las reglas del juego. Como parte de esos talentos, se encuentra también la capacidad física para poder encontrarse permanentemente próximo a cada acción que se realice durante los más de 90 minutos de juego, a lo largo y ancho del campo. Por último, el elemento más relevante que encuentro en el perfil del árbitro, es su inteligencia emocional.
El árbitro está sometido permanentemente a presiones provenientes desde dentro y desde fuera del campo. En ningún momento encontrará la validación de todos los actores que le rodean como consecuencia de una de sus decisiones. Recibirá gritos, insultos y agresiones, y deberá mantener la calma para no interferir negativamente en el desarrollo y resultado del encuentro.
Al árbitro se le puede perdonar marcar mal una acción o quedar lejos de una jugada, no obstante, lo que resulta imperdonable, es que ante la gran cantidad de impulsos que recibe, pierda la cabeza y agreda al jugador.
Lo sucedido con el árbitro Fernando Hernández, quien propinó un rodillazo a un jugador, resulta sumamente extraño y reprobable. Sin embargo, nos brinda la oportunidad de reconocer la gran complejidad que tiene como oficio el arbitraje, y el gran compromiso que deben tener los árbitros con el fortalecimiento de su inteligencia emocional como instrumento para conservar la calma.