Existen dos tipos de espejos. En primer lugar está el convencional o análogo, presente en nuestras vidas desde hace mucho tiempo.
A menudo nos miramos en él para afeitarnos o ponernos guapos. Es un espejo que podemos tocar, que se empaña con el vapor y que refleja lo que proyectamos frente a él.
El análisis de nuestra relación con este espejo offline es muy complejo; nos tomaría mucho tiempo escribir ensayos psicológicos al respecto. Me quedaré únicamente con una parte fundamental, la que se refiere a la identidad.
Cada espejo en el que nos reflejamos es una representación real y viva de nosotros mismos. O, al menos, eso pensamos; en realidad, el reflejo que vemos en el espejo es una interpretación de los fenómenos ópticos que dan cuenta de nuestro ser en ese ambiente, con las luces, sombras y colores que sólo nosotros podemos ver como nosotros mismos.
Los otros no requieren un espejo para vernos con sus ojos, y es muy probable que la imagen mental que tengan de nosotros sea totalmente diferente de la nuestra al observarnos en el espejo.
El segundo espejo, el digital, es muy similar. Consta de las pantallas de nuestros teléfonos o nuestras computadoras y de otros formatos online. En todo momento, este espejo nos está reflejando mensajes de nosotros mismos y de los otros, mensajes que recibimos, decodificamos e interpretamos para determinar nuestra identidad digital.
Por medio de este espejo observamos también los reflejos que consideramos reales para nosotros mismos, no obstante que la imagen que perciben los otros es muy diferente.
La identidad digital se convierte simultáneamente en una identidad colectiva. Y también es recursiva e interminable, de manera similar a los focos LED de una pantalla de televisión si los miramos a detalle con una lupa.