Por: Carlos Tapia
Twitter:Â @carlosftapia
MĂ©xico es el dĂ©cimo paĂs a nivel mundial que más horas semanales dedica a redes sociales. Con 7.2 horas promedio, el paĂs es sĂłlo un ejemplo latinoamericano de la adicciĂłn frenĂ©tica que la nueva sociedad digital clama por estar en todo y comentarlo todo. Y yo no soy la excepciĂłn.
No soy Paul Miller, ni pretendo serlo. No podrĂa por voluntad propia estar todo un año offline. 365 dĂas sin el FIFA y mi Xbox.  525,600 minutos sin Facebook o Twitter. Definitivamente no. El actual editor en jefe del blog The Verge sĂ lo hizo y fundamentalmente por que vio que sus relaciones personales iban de mal en peor.
FOMO (Fear Of Missing Out) es la representaciĂłn mĂ©dica del fenĂłmeno que estamos viviendo. Entre más tecnologĂa tenemos a nuestro alcance, más se nos dificulta levantar nuestra cara. Es un “drama” y una tentaciĂłn voraz no poder ver ese Ăşltimo whatsapp que acaba de llegar. Como perdernos el Ăşltimo check-in de AndrĂ©s, un sujeto que ni si quiera conocemos tan bien, pero necesitamos ver donde está. De quĂ© hablar del mail spamesco que nos hace sentir ocupados con la oficina en la mano.
Todo esto lo escribo desde Tulum. Mi doctor me recomendĂł con urgencia unas vacaciones. Me traje mi iPad, iPhone, agenda y un par de libros. Ayer mi iPad fallĂł y todo esto lo escribo desde mi celular. Casi me dio un ataque. Montserrat, la administradora del hotel hippie que elegĂ para esta semana de “desconexiĂłn”, pese a ser chilanga, me mirĂł con cara de broma y seriedad mezclada a la perfecciĂłn, cuando le pedĂ con clemencia que me dejara conectar mi tablet (perdĂłname, Steve, por llamarla asĂ) a su computadora y asĂ intentar arreglarla. “Este debe estar loco, está en medio de la selva y le preocupa su iPad”, debe haber pensado ella mientras torpemente yo intentaba arreglarlo, en un computador que ni si quiera tenĂa internet.
Mientras escribo, ella sale a fumar un cigarro a la entrada del hotel, que mira a un camino muy fangoso por las últimas lluvias. Está desconectada. Ambos quizás tenemos vicios contextuales y los compartimos. Mientras ella fuma, yo suavemente muevo mis manos para masajearlas ante la incomodidad de escribir en mi celular. Más allá de lo que a cada uno nos atrapa, definitivamente Montserrat está más desconectada en este instante de lo que yo podré estar honestamente en un año
La desconexiĂłn es imposible. Llevo dos dĂas sentado en una hamaca con una vista envidiable y pese a que me prometĂ (y a mi doctor) hacer un esfuerzo por desenchufarme, le he dado like a cuanto cosa he visto en Facebook.  Ayer intentĂ© leer. Antes sin darme cuenta podĂa tragarme 50 o 60 páginas de un tirĂłn, hoy apenas he leĂdo 15.
No creo ser nomofĂłbico o quizás el primer camino para la desintoxicaciĂłn digital es reconocerlo; sin embargo ayer tuve un par de momentos que me hicieron pensar que era posible. Mientras desayunaba unos panuchos en un maravilloso y sencillo restaurante Yucateco, de la nada la lluvia apareciĂł. Lo que a primera vista parecĂa un tropiezo en mis vacaciones (no me imaginaba estar 3 horas literalmente atrapado en un restaurante) se transformĂł en un mensaje claro: el mesero, mientras me traĂa un cafĂ© se quedĂł al lado mĂo y comenzĂł a platicarme. Me hablĂł del futbol, de la pelea del Canelo, de sus 30 años viviendo ahĂ y cĂłmo la vida sigue igual. Mientras Ă©l hablaba yo habĂa dejado mi mano sobre la mesa, no me habĂa dado cuenta de que no tenĂa mi celular conmigo. Hace casi una hora le habĂa pedido al mismo mesero que si podĂa cargármelo; en otras circunstancias a los 5 minutos hubiera pedido que lo trajeran para ver ese importante tweet que no podĂa dejar pasar.
Hoy voy a tratar de reducir a la mitad mis likes; voy a intentar no desesperarme si la carga de baterĂa llega a 10% y si mi iPad continĂşa malo. Si paso de las 30 páginas de Invisible, de Paul Auster, prometo no twitearlo.
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