California (EE.UU.) es una estado peculiar, desprovisto de lluvia y repleto de viñedos. De gélidas costas y audaces “surfistas”. Aunque en teoría el estado se encuentra desde hace tiempo en quiebra -por lo menos así nos lo informan nuestros políticos- es rico en infinidad de temas incluyendo, irónicamente, el dinero y, lo que éste puede comprar. Por alguna geológica razón, hace doscientos años aquí surgió la “fiebre del oro” creando fortunas inimaginables. Hace cien, la industria del cine enardeció pasiones forjando leyendas esparcidas por todo el planeta. Hace setenta las universidades californianas fueron escenario del renacimiento de las resistencias estudiantiles y el movimiento hippy y, hace veinte, los “garajes” se pusieron de moda creando la fiebre tecnológica que cimbra al globo hasta nuestros días.

Hoy California es residencia de celebridades multimillonarias, muchas de estas por debajo de los veinticinco años. Las fuentes de estas riquezas se originaron, prácticamente, del intelecto y la creatividad de sus residentes. La oportunidad combinada con la observación, el desafío al “status quo” y el bien hacer tecnológico, han sido los catalíticos de este caldo de cultivo. Antes se decía que, “detrás de cada gran fortuna se ocultaba un gran crimen”; por décadas fue cierto aunque no probado. En muchos países del continente americano esta frase no miente, es cierta y probada pero no perseguida. No así con la revolución tecnológico-digital, aquí no hay un gran crimen, sino gran astucia e innovación.
Actualmente pareciera que, para amasar inmensas fortunas, se necesitaría estar inmerso ya sea, en el crimen organizado o en la política, sin embargo, en California, la creación de tecnología, conceptos compatibles con redes sociales y productos digitales –ni siquiera soñados por sus futuros consumidores– ha sido la constante para lograrlo. En cada calle, casa u oficina de cualquier ciudad del planeta, podemos ver personas atentas a sistemas y/o aparatos que tuvieron su origen (al menos conceptualmente) en la costa oeste de los Estados Unidos.

Una semana hace que se culminaron, con sólo algunas caminatas y un par de charlas de café por las calles cercanas a la universidad de Stanford, los acuerdos de compra y venta entre dos icónicas empresas teniendo como protagonistas a sus dos jóvenes capitanes. El exhorbitante precio y razón que sustenta la compra, rebasa la imaginación de muchos abriendo más de una boca de estupefacción. Diecinueve mil millones de dólares americanos, es una cantidad que supera el presupuesto de países enteros, el fondo de pensiones de miles de instituciones, el valor catastral de las más exclusivas comunidades habitacionales. No es posible medir o comparar una cantidad de esa magnitud y mucho menos sopesar el valor del producto comprado. Aún así que sólo “cuatro mil millones” fueron en efectivo y el resto en acciones, ésta es una enorme cantidad.