Nos pasamos media vida forjando nuestro carácter. Media vida para saber quiénes creemos que somos.
Media vida para saber que somos de tal ideología política o de tal equipo de fútbol. Media vida para saber qué nos gusta y qué nos disguste, con qué disfrutamos y con qué sufrimos. Y así media vida.
De pronto, un buen día comenzamos a sentirnos incómodos, molestos e inquietos. Comenzamos a sentirnos frustrados e infelices por algo que no sabemos exactamente lo que es.
Si nuestra inquietud persiste y si nuestra frustración no desaparece es entonces cuando comenzamos por el proceso de echar la culpa de nuestros males a los demás. Si aún ni con esas logramos que nuestros males desaparezcan, pasaremos al plan B, que puede consistir en acudir al médico a que nos recete Prozac; la píldora de la felicidad o a que nos recete Lexatín; la píldora de la tranquilidad.
Sólo después de estos procesos, que en algunos de nosotros puede llegar a ocuparnos años y años de nuestra vida, comenzamos a sospechar que tal vez, a lo mejor, quepa una pequeña posibilidad , de que la causa de nuestros males esté en nosotros.
Aquí es cuando comienza la verdadera crisis de nuestra identidad. Convencidos de que nuestras ideas, creencias y pensamientos son cuasiperfectos, nos vemos en la circunstancia de comenzar a revisar todo esto para ver sí moviéndonos un ápice de dónde estamos, logramos sentir algún tipo de alivio sobre nuestro malestar.
Es complicado y difícil de asumir. Aceptar que la solución a nuestra angustia pasa por cambiar algo que depende de nosotros, nos pone en la posición de tener que asumir nuestra parte de responsabilidad.
Sólo asumiendo la responsabilidad del cambio que nos toca protagonizar seremos capaces de realizar lo que escuché de la disciplina del Coaching “la travesía del desierto”.
La travesía del desierto comienza cuando somos capaces de dar el sato al vacío. Un vacío que sólo existe en nuestra mente. Un vacío que es fruto de los fantasmas de nuestro pensamiento.
¿Quién se atrevería a cruzar el puente si no es capaz de saber qué descubrirá al otro lado de la orilla?, ylo que peor ¿quién se atreverá a cruzar el puente sin tener ninguna información sobre lo que se encontrará por el camino hasta la otra orilla?
Ante todos estos miedos las personas se plantean ¿cambiar?: ¿por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?, ¿hacia dónde?, ¿a santo de qué?. Ante tanta incertidumbre como la que supone no tener respuesta a ninguna de estas preguntas, es bastante natural que las personas decidamos quedarnos dónde estamos y seguir poniéndonos excusas a nuestros procesos de cambio.
Pero sin cambio no hay crecimiento y sin crecimiento no hay capacidad de desaprender cosas que tal vez ni siquiera sean nuestras. Que tal vez se traten de cosas -ideas, valores, creencias- que un buen día tomamos prestadas de nuestros padres, de nuestros profesores, de nuestros amigos…
Atreverse a desaprender es fundamental para volvernos a crear y lograr la versión real de nosotros mismos.
Cuando esto ocurre, el malestar se disipa, la frustración se evapora, la angustia se desvanece. Entonces, y sólo entonces, es cuando estamos en disposición de decirle al mundo quiénes somos . Es cuando logramos construir una imagen y marca personal poderosa. Es cuando logramos dejar esa huella imborrable en los otros. Es cuando ya por fin, dejamos de tener que salir a vendernos y pasamos a ofrecerle al mundo la mejor versión de nosotros mismos. La única versión que todos querrán comprar.
Atrévete a dejar tu puente.