Un tópico constante que sale a relucir, cuando se discute acerca de periodismo y los medios de comunicación de nuestro país, es el de la libertad de expresión. Se habla de este derecho inherente al ser humano y de su asesino, la censura, retrógrada práctica que en pleno siglo XXI sigue acechando, como fantasma, las redacciones de los medios de todo el mundo.
Al respecto, nos sobraría ingenuidad si nos limitáramos a analizar sólo la censura que desde siempre ha ejercido el poderso sobre el que comunica. El poder se utilizar para callar, a base de violencia en algunos casos, o a base de billetazos en otras ocasiones, a quien ose decir con su pluma todo lo que pueda ser motivo de vergüenza o comprometa legal o moralmente al de arriba.
Si escuchamos la opinión de algunos comunicadores, los periodistas de nuestro país han logrado ganar terreno frente a la censura, y los tiempos que vivimos son incomparablemente favorables para la libertad de expresión, a comparación con sexenios anteriores. Para muchos otros, es suficiente recordar el infame asesinato de 120 periodistas que han ocurrido en nuestro país en los últimos 25 años.
La realidad es que, si queremos aterrizar el tema en un terreno mercadológico-corporativo, tendríamos que decir que hay un tipo de censura que prevalece y que es ampliamente acatado por muchísimos medios de comunicación: la censura corporativa, aquella que proviene no del gobierno o de otros grupos de poder, sino de los propios clientes de los medios de comunicación
Uno de los ejemplos más emblemáticos de este tipo de censura es el que sufrió el Canal 40, cuando era CNI y presentaba un original programa de investigación titulado Realidades. El espacio constituía una opción cuya crítica difícilmente se hallaba en la televisión abierta. Cuando el equipo destapó el escándalo en el que se acusó de abuso al líder de los Legionarios de Cristo, el ya extinto Padre Maciel, la difusión del trabajo periodístico removió cúpulas, pisoteó morales y marcó pauta para que las presuntas víctimas de abuso por parte de este y otros religiosos se decidieran a denunciar.
El rigor de la investigación y el valor de la televisora por sacar al sol estos trapos sucios fue ampliamente celebrado por gran parte de la ciudadanía, pero por otro lado fue sumamente criticado por las marcas que en ese entonces se anunciaban en el informativo, al grado de suspender el patrocinio, lo que ocasionó a CNI una grave crisis económica.
Así como el del antiguo Canal 40 podríamos mencionar un puñado de ejemplos más, pero aunque hiciéramos un recuento puntual, estaríamos dejando a un lado una gran cantidad de casos de censura corporativa, o peor aún de autocensura, que es cuando se tiene la posibilidad de presentar un material revelador, pero se prefiere archivarlo para evitar problemas y desencantos con los que ponen el dinero.
La realidad es que, en un panorama económico en el que resulta para los medios cada vez más difícil encontrar un financiamiento saludable, debido al flamante esquema de periodismo digital y de acceso gratuito, la disyuntiva se torna aún más difícil y el margen de maniobra editorial se reduce considerablemente. ¿Destapamos esta bomba y nos quedamos sin auspiciantes? ¿Reservamos la información y nos mantenemos con vida? La decisión debe ser, sin duda, una de las más difíciles para quien orqueste algún medio, pero el panorama no es otro. Esa es la realidad.