
Seguramente en esta semana de revelación o asueto para algunos, compartiremos el optimismo de Sonia, aguardando una condena impropia.
En nuestro caso, al valuar una marca, lo fundamental yace en los cimientos, en el refresco que solo impera en el origen.
En un sentido literal, son tan pocas las páginas que se dedican a describir cómo se construyó el todo, y varios cientos de ellas las que narran un interminable conflicto entre bandos.
¿Qué identidad irradia nuestra marca? Tal vez, sea el único bastión entre la idea sobre dos mundos preconcebidos: la realidad (el mercado) y la sensación de verdad imbatible en nuestro proyecto.
El valor de una marca, tal vez, solo se entiende por completo por quienes heredan el ADN, y quizás por esta razón la marca se traduce como un linaje.
La “etnificación” podría ser el único talante que nos distinga, se puede nacer en cualquier lugar y adoptar una distinta religión, una dieta, imitar usos y costumbres de uno o varios lugares y acumular tanto como sea posible conocer.
Vamos encaminados a reconocernos como partes de una Matrix en la cual no queda espacio para distinguirse de los unos y de los otros.
Quienes crecimos reconociendo causas que formaban parte de una obviedad, casi por natura asumíamos ciertas cosas respecto del entorno económico y social de este país.
Al final, sólo se trata de mostrar y conmover adentro y afuera; el deleite podríamos dejarlo como usufructo de la poesía.
La ventaja y desventaja de impulsar idóneamente un servicio o producto radica en el conocimiento del cómo y dónde habita el consumidor.
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