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Camila Gonzalez

Breve crónica de una muerte digital

Lo había perdido todo, no cabía duda. Me estaba dando cuenta que yo era mi celular y sin él, o con él sin batería, ya no era nadie.

No contabilicé cuántos minutos fueron, pero sin duda era más intensa la sensación de orfandad que el tiempo que viví su ausencia. He de confesar que me sentí sola en el mundo, sin forma de buscar a nadie ni de que cualquiera pudiera saber de mí. Sentí algo clavado en mi pecho, esa fea sensación se angustia cuando se pierde algo esencial, por ejemplo cuando uno está en el funeral de alguien querido. No soportaba los pensamientos de soledad, como si no hubiera siempre estado sola.

Por instantes perdí la perspectiva del día. Ya no sabía bien cuáles eran mis planes y qué seguía sin él. Se me ocurrió simplemente correr a la calle, tomar un taxi e irme a donde me siento más protegida, sí, mi cama. El refugio que todos tenemos, al final del día. Traté de respirar profundo y de no dejarme invadir por ideas tan fatalistas, nadie había muerto, las cosas se iban a solucionar.

Volvían las ideas de abandono, el peso del alejamiento del mundo. Seguramente muchos me querrían decir tantas cosas y ya no lo podían hacer. Falso, sabía que nadie me tenía que comunicar nada urgente. Ahora yo era un ser vivo más, diminuto y estúpido, que iba a caminar por una acera más en busca de nada. Era como si hubiera perdido, de algún modo mi nombre.

De un momento a otro ya no sentía la seguridad que siempre me caracterizaba, tenía miedo, un pesar me embargaba y la única certeza que me rodeaba era ninguna. Iba ahora “como volador sin palo” (dicho muy colombiano), como sin rumbo, sin mucha claridad de nada. Parece una tontería, pero estaba de verdad viviendo instantes de soledad profunda, pero una soledad amarga, no liberadora.

Sudaba, me empezó a doler la cabeza y empecé a resignarme con lo sucedido. No podía cambiar los hechos, nada estaba en mis manos más que procurar el sosiego. Y eso hacía, ciertamente, cuando miles de número se me vinieron a la cabeza, no me sabía ningún teléfono, excepto el mío. Tampoco direcciones. Ni fechas importantes. Sin mis listas de cosas pendientes no era nadie.

Lo había perdido todo, no cabía duda. Me estaba dando cuenta que Yo era mi celular y sin él, o con él sin batería, ya no era nadie. ¿En qué momento ese trozo de plástico se había convertido en la extensión de mis dedos? ¿Cuándo y con qué conciencia le había entregado mi vida a un objeto? Sí, mi vida, mis ideas, mis afectos y la demostración de ellos, mis frustraciones, mis recuerdos, mis prospectos de trabajo, mis entretenimientos y ratos de ocio.

Horror. Todo, todo estaba ahora contenido entre una pequeña máquina muerta. Así, muerta como me sentía yo sin ella. Además de la información, el aparato significaba mis tiempos, mis días, mis secretos e intimidades. Bueno, lo voy a decir así, era mi compañero. La cosa con la que compartía mi vida: mis días y mis noches. Nunca me dejaba, lo sabía todo de mí.

Sí, creo que por un buen rato me estaba volviendo loca, deliraba porque al celular se le había acabado la pila. Cuando más tarde lo pude conectar y volver a la vida, me quedé preocupada, aterrada, sí, en pánico, no pude más que aceptarme a mi misma la co-dependencia tan trágica que he desarrollado. Me he perdido a mi, me he vuelto él, no puedo sin él… Ahhhhh…

¡Qué horror! ¿Les suena conocida esta historia? ¿Qué vamos a hacer?

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