Experiencia ha sido una de las palabras más populares utilizada por los profesionales de marketing en los últimos años. En el futuro, la relevancia de esa palabra tan sólo aumentará. Sin embargo, tener una experiencia de marca no es algo nuevo. De hecho, la comercialización de las sensaciones se remonta unos cuantos siglos en la historia.
Algunas de las primeras monedas del mundo – sal en la antigua Roma o los granos de cacao entre los aztecas – ganaron valor precisamente por representaren sensaciones altamente deseables y de prestigio. Aunque los mercados antiguos y medievales parecen muy limitados a los compradores modernos cuanto a su gama de productos, en el momento en que se experimentan son como sitios de abundancia sensorial, comunicándose a través de colores, sabores, olores, sonidos y texturas.
Es en las tiendas del siglo XVIII, que podemos situar los inicios de la cultura del consumo moderno y la importancia comercial de la “apelación del sentido”. La diferencia fundamental es que las compras pasan a ser realizadas en el interior haciendo con que las tiendas creasen una identidad alternativa, como contraparte del paisaje urbano. Sus marcas se nombran generalmente después del dueño de la tienda y se experimentaron a través de la interacción en tiempo real y en pocos puntos de contacto específicos; el local, el producto y una transacción.
Tiendas ampliaron sus mercancías y el tamaño de sus locales en el siglo XIX y se convirtieron en grandes almacenes, como Le Bon Marché en París, Harrods en Londres y Macy’s en Nueva York. Proyectados para ser mucho más que un lugar agradable para ir de compras, los grandes almacenes imitaron en la opulencia y prestigio del palacio – con fachadas grandiosas, interiores cavernosos y accesorios de lujo. Sus empleados desempeñan el papel de discretos y educados sirvientes. Sus marcas se inspiraron en la heráldica que se puede ver grabado en madera, hierro o bordado en elegantes uniformes.
Durante el siglo XX, y en especial después de la Segunda Guerra Mundial, se transformó la idea de los grandes almacenes. Con un mayor enfoque en el precio y una experiencia práctica fueron inventadas las Megatiendas. Marcas como Wal-Mart, Carrefour y Tesco, entendieron que los nuevos estilos de vida modernos requieren practicidad. Bolsitas de compra se hicieron maleteros del automóvil, pasillos de compras se prolongaron en drive-thrus y los educados sirvientes se tornaron vendedores agresivos.
Diseño utilitario, denominación descriptiva, la semiótica simples y estéticas que se ven comprometidas por los esfuerzos de ahorro de costos caracterizan marcas minoristas de las Megatiendas; feo, pero barato. Para aumentar la eficiencia, es decir, ofrecer el precio más bajo a la más alta comodidad, el aspecto y la sensación de un catálogo, diseño de la tienda y la formación del personal no son siempre la prioridad.
En el siglo 21 marcas se han hecho mucho más tangibles. Consumidores tienen muchos más puntos de contacto disponibles para interactuar y transparencia para ver a través de las marcas. La tiendas se hicieron digitalmente ubicuas. El diseño de las marcas se ha simplificado y aplanado con el fin de adaptarse a diferentes medios y pantallas cada vez más pequeñas. Dimensiones digitales, físicas y sociales están convergiendo gradualmente para permitir interacciones más holísticas e integradoras.
Descubrimientos de la psicología del consumo, los avances tecnológicos y los cambios en los estilos de vida también han informado de que la experiencia ya no es acerca de nuestros sentidos, pero las sinapsis en nuestras mentes. Este es un momento muy intrigante para los que diseñan o consumen a las marcas. El desafío y oportunidad de ese momento está en la re-evaluación de lo que es una experiencia y la reinvención de directrices de la marca.
Con esto en mente, lo primero que debemos reconocer es que la marca no es la experiencia. La marca permite a la experiencia, pero no es la experiencia.
La experiencia es imaginaria. Una experiencia con ningún medio de comunicación subyacente es el sueño de la realidad artificial.
Experiencias son hechas de sentimientos abstractos, pero las palabras las hacen concretas. La elección de palabras específicas definen la esencia de una experiencia y esto debe ser el foco de las marcas. Permitir que experiencias esenciales sean creadas a través de factores específicamente condicionados. El opuesto son las experiencias triviales que pasan por interpretaciones individuales y contextos irrepetibles.
Por ejemplo, Häagen-Dazs es una marca americana de helados fundada en el Bronx, Nueva York. Sin embargo, su nombre distintivo, abstracto, que suena y parece danés crea una experiencia esencial que uno puede llamar “nórdica real”. No se hace necesario hablar de Copenhague, Hamlet o poner un gran danés en la embalaje, ya que estos podrían banalizar la intención y hacerlo más susceptible a interpretaciones, creando una experiencia trivial. Por lo tanto, la fonética y la diéresis “¨” fueron lo suficiente para crear la experiencia esencial.
Antes de entrar en el siglo 22, los diseñadores y estrategas de la marca deben revisar sus libros de directrices de marca y comenzar a reemplazar las definiciones del diccionario con definiciones de nuestras sinapsis. De las palabras descriptivas para controles direccionales. Tenemos que empezar a pensar en términos de comandos para que patrones mentales identifiquen y transformen pensamientos en movimientos.
Si las aplicaciones digitales son los “intermediarios” de las interacciones en tiempo real de hoy en día, en el mundo de mañana micro-electrodos conectados a nuestro cerebro, literalmente, convergerán nuestras experiencias reales y virtuales. En el futuro cercano la tecnología operará como la naturaleza creándose a sí mismo a través de la mediación humana.
Experiencias estarán más cerca que nunca. La naturaleza se está convirtiendo en conocimiento y el conocimiento se está convirtiendo en la naturaleza. La diferencia entre el ser y el pensar desaparecerá gradualmente. Los algoritmos de recomendación de Amazon representan el inicio temprano de este cambio. Vamos a convertirnos en consumidores y compradores de la mejora de nuestras facultades, o como otros puedan decir, de nuestras experiencias deseadas.