Camila Gonzalez
*Las columnas de opiniĂłn reflejan el pensar individual y gustos personales de los columnistas, los cuales no necesariamente son compartidos por el equipo Merca2.0.
Al parecer la conectividad, la vida digital y la libertad de expresiĂłn digital tambiĂ©n están encausando las polĂticas laborales.
Las redes sociales han sido utilizadas, por los enemigos de la paz, como el arma de desinformación más letal que pueda tenerse idea.
La “digitalidad” nos ha puesto las plataformas para movernos de la pasividad. Nosotras decidimos quienes son nuestras modelos y cómo nos reflejan.
El telĂ©fono a todos nos ha dado sĂşper poderes. En muchos sentidos. Ahora todos somos periodistas y hasta policĂas. Tiene su lado altruista e interesante eso de cuidarnos entre sĂ como tambiĂ©n el punto de ver más allá –mucho más allá- de las fuentes oficiales, pero el dilema que quiero poner sobre la mesa esta vez tiene que ver con una nueva industria que se nutre de empresas y transeĂşntes que graban videos de eventos, usualmente terribles, que les suceden a otros, y los venden para su “viralizaciĂłn”.
Parece que me dedicara a enumerar todos los efectos negativos de esta era digital en nuestras vidas, pero no, resulta informaciĂłn que me encuentro y que ciertamente me preocupa. Voy a hablar de los padecimientos tecnolĂłgicos, que cada dĂa nos agobian más, sobre todo porque me confieso “enferma de Internet” y puedo asegurar que una buena parte de los que me rodean tambiĂ©n sufren de alguno de estos trastornos.
Entre los muchos retos y dilemas que nos viene causando la imparable digitalidad, la publicidad no se libera de la discusiĂłn. Llega a ser casi invisible la lĂnea divisoria entre la promociĂłn encubierta en redes sociales –me refiero a las opiniones pagadas por las marcas a influencers, llámense tuiteros, blogueros, facebokeros, instagrameros, pinteresteros, etc.- y las recomendaciones autĂ©nticas que estos lĂderes de opiniĂłn plasman en sus muros.
Ya no hay temas que los que surgen en las redes sociales. Ya no se habla ni se piensa en nada más. Pero lo más grave no es que los muros digitales impongan las agendas de opiniĂłn, sino que ya ni importa si son verdades o mentiras, o tonterĂas que a alguien sin oficio se le ocurrieron. Por ejemplo lo de la gimnasta mexicana y su peso. ¡Desocupados, irrespetuosos y envidiosos!
En medio del maremoto de las app, en que cuando uno ya baja una hay 15 más que hacen lo mismo y que, claro, son mejores, uno ya no sabe ni para dĂłnde mirar, ni quĂ© instalar, ni quĂ© actualizar. No es exageraciĂłn, ese maremoto nos está ahogando. Demasiadas posibilidades -muchas fantásticas, muchas inĂştiles y estĂşpidas-, pero sobre todo la sensaciĂłn de no saber cĂłmo hemos hecho para vivir sin que haya una aplicaciĂłn que nos ayude para hacer cada cosa bien, nos mida hasta la Ăşltima calorĂa del cuerpo o nos cuente las veces que pestañeamos.
Suena como algo usual, pero es terrible. A Facebook le decimos todo: lo que comemos, lo que sentimos, lo que hacemos, pues sĂ, hasta lo que pensamos como el mismo Papá Facebook nos lo pregunta diariamente. Estamos definitivamente embrujados por los muros y la dinámica robĂłtica de ser cada dĂa más interesantes y más queridos por las manos invisibles que producen los necesarios likes.
Tengo la sensaciĂłn de que nos creemos más libres que nunca en esta era digital, o mejor, ahora que la mayorĂa de los ámbitos de nuestras vidas se mueven en la “digitalidad”. Actuamos como si sĂłlo nosotros y nuestras pequeñas pantallas supiĂ©ramos quienes somos, con quiĂ©n chateamos, quĂ© fotos enviamos, quĂ© nos interesa e inquieta. Como si las pequeñas pantallas, extensiĂłn de nuestros dedos, ya fueran parte de nuestra piel.
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