Por: Carlos Tapia
Twitter: @carlosftapia
El modelo actual de integración comunicacional está viviendo una de sus peores crisis, impulsada probablemente por un sin fin de factores, cual de todos más personales y justificados, esto último bajo la primicia del verdadero campo de batalla que lleva la publicidad desde hace un importante número de años.
No es necesario analizar el poder que cada industria dentro de la publicidad tiene en sus áreas de experiencia. Tampoco en necesario hablar de cómo que cada uno lucha con sus propias armas para lograr una tajada del pastel; es demasiado obvio, incluso hasta un poco naif. Para que hablar de los egos… Necesito 10 páginas. Pero ya dentro de las connotaciones específicas del día a día, lo intrínseco del problema nace de la historia, de nuestra narrativa; lo que queremos contar. Hoy estamos en una torre de babel comunicacional, y pareciera que no nos diéramos cuenta.
Los impulsos automatizados con los que la industria se mueve, son completamente incompatible con algunos personajes/publicistas/comunicadores/gente con sentido común que tiran la cuerda hacia el otro lado; hacia un lugar que para muchos pareciera la panacea, y no es más que la ruta lógica al Everest.
El desfase en la integración está causando estragos, con un discurso que se hace cada vez más inconsecuente para las audiencias, y que tienen tantos motivadores como intereses. Se busca la efectividad mal pensada y no la historia. Hacemos eco de los resultados y no a la potencialidad del discurso; una clara fuente de inspiración para quien lo ve.
Si bien el rol de la publicidad no estuvo nunca pensado como fundamental en la construcción cultural, sería muy sesgado desde cualquier perspectiva pensar que ésta no ha sido gravitante en el devenir de muchos artistas, escritores y pensadores. Su rol, si bien es clave en la verborrea de la venta, también se fundamenta en la interpretación de las expectativas de quienes las adoptan como parte de su vida y por sobre todo en la versatilidad con que la gente la ha hecho cambiar.
Cuando perdemos el horizonte de las personas es cuando nuestra historia pierde todo el sentido, se escapa de sus emociones y se anida en la incertidumbre y la ceguera. Nuestra historia no nos pertenece, y no está firmada por nadie.
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