Me cuenta una querida amiga reportera que conoció a Carlos Loret de Mola en un viaje de Ciudad Ixtepec, Oaxaca, a la Ciudad de México en un avión del Ejército Mexicano. Los reporteros habían recorrido las zonas afectadas por el sismo del 9 de septiembre de 2017. La única manera de llegar al Istmo de Tehuantepec por vía aérea era a través de un pequeño aeropuerto militar situado en Ixtepec en el que una vez por semana aterrizan o aterrizaban aviones de Aeromar, de lo contrario, el recorrido por tierra desde la capital del país podía ser hasta de 24 horas o más, por ello, las redacciones rogaban al ejército para que fletara a los reporteros en los aviones de carga en los que también se trasladaba la ayuda humanitaria.

Después de recorridos extensos por municipios destruidos, algunos reporteros, fotógrafos y camarógrafos regresarían a la capital del país y para ellos era una dicha poder hacerlo en avión. 

El grupo de comunicadores tuvo que esperar sentado en una pista de aterrizaje cerca de dos horas con el avión ahí estacionado. Ante la duda, los militares les respondieron que esperaban a “un personaje muy importante”, todos creían que se trataba de un general de alto rango, pero no, cuando llegó era Carlos Loret en compañía de dos personas más. 

Me cuenta con algo de indignación que los militares se desvivían por atenderlo, él y su compañía ocuparon tres de los cuatro únicos asientos para pasajeros, le ofrecieron cacahuates y el piloto –miembro de la Fuerza Aérea Mexicana- se tomó fotos con él, quien en ese momento era titular del noticiero matutino de Televisa. 

La dedicación con la que las dependencias, incluido el Ejército Mexicano, trataban a los empleados de esa compañía era evidente tanto que parecía regular; ellos tenían siempre el mejor lugar para tirar una imagen, entrevistas exclusivas, “filtraciones” a modo… en fin. La relación del gobierno mexicano con los representantes de la televisora más importante del país era, en general, de privilegios.

Otro ejemplo que quizá venga al caso y que no me contaron porque todos lo vimos ocurrió también durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, cuando la Marina Mexicana le ofreció a la misma empresa un “lugar preferencial” con todo y casacas oficiales para cubrir el rescate de niños, sí, de niños en el Colegio Rebsamen, tras el sismo del 19 de septiembre de 2017. La cobertura se convirtió en una vergonzosa (por decir lo menos) farsa.

Conocer este contexto es fundamental para comprender que con la llegada de Andrés Manuel Lopez Obrador a la presidencia de la República las cosas cambiaron de manera radical y esos privilegios, con todo lo que implican, se terminaron, y podría ser una de las tantas razones del conflicto actual entre el presidente y Carlos Loret.

Esta guerra es mucho más profunda de lo que parece y tiene que ver con intereses de ambas partes, con la libertad de expresión, el secreto fiscal, el autoritarismo, la corrupción, el revanchismo, la violencia en contra de comunicadores, la herencia y capital político de ambos…. 

En una nueva batalla de dicha guerra López Obrador dio a conocer información personal y obviamente privada de Loret, ni más ni menos que en La mañanera, “el púlpito” más importante del país. 

La acción del mandatario generó (con justa razón) innumerables críticas y una ola de solidaridad para el conductor. Cerca de 60 mil personas, entre ellas, cientos de periodistas se reunieron en un space de Twitter en el que participó Loret. Durante el mitin virtual el comunicador mencionó la importancia de la investigación que realizó junto con el equipo de Latinus, que reveló que el hijo del presidente, José Ramón López Beltrán ocupó una mansión en Estados Unidos valuada en un millón de dólares, propiedad de un alto ejecutivo de una compañía petrolera que tiene contratos vigentes en Petróleos Mexicanos y con ello no sólo violó la máxima de su padre: la austeridad, sino que representa un conflicto de intereses. 

En efecto, ninguna otra revelación periodística (ni la de la bolsa de dinero para Pío, ni los contratos con Felipa), había hecho tambalear tanto al Presidente. Ese es el hilo del que tendría que jalar la prensa para seguir descubriendo contradicciones y probablemente delitos en los que han incurrido los cercanos a López Obrador, porque ese es justo el papel de la prensa en una democracia.

El viernes pasado el Presidente se mostró como un autócrata cuya figura no está sujeta a restricciones legales y, por el contrario, por Loret el sentimiento es de empatía porque a pesar de su posición en los regímenes anteriores a nadie se le desea que exponga sus ingresos, sobre todo, semejantes ingresos (aunque Loret, ya los negó) en un país en el que tan sólo en esta administración han sido asesinados 55 periodistas, de acuerdo con cifras de la propia Secretaría de Gobernación. 

Para el Presidente la popularidad lo es todo, de eso se alimenta y va más allá de su ambición política; su personalidad es la de un hombre que requiere tener a todos “de su lado” y los que no lo estén son sus enemigos, así, como un niño pequeño cuando juega. 

Los periodistas, por naturaleza, no pueden permanecer del lado del Presidente y por esa razón se han convertido en sus máximos enemigos y prueba de ellos es Carmen Aristegui quien pasó de ser modelo de comunicadora a “paladina del poder”, sólo por hacer periodismo crítico. 

Para AMLO el periodismo es la oposición o el brazo que utiliza la misma para atacarlo, sin embargo, aunque él lo crea así es un hecho lo de la casona de su hijo, no hay más. Se terminó la época del cisne que no se salpica el plumaje y el culpable de darlo a conocer está recibiendo todo el peso de la “justicia presidencial”.

AMLO tiene sólo dos caminos: perseguir desde el poder a un periodista (o a muchos) o investigar a fondo a su propio hijo y demás familiares para limpiar de nuevo su imagen ambos caminos a la mitad de su sexenio y cuesta arriba.