Por Daniel Solana
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¿Recuerdan la película Toy Story? Woody, el simpático vaquero, es el más popular de los juguetes de la casa, pero se encuentra un buen día con la llegada de Buzz Lightyear, el héroe espacial, un juguete sencillamente perfecto que causa admiración en todos los juguetes del cuarto del niño. Woody sufre con él, porque le roba el protagonismo. Frente al héroe galáctico, el vaquero se nos muestra con todas sus debilidades.
Son sólo juguetes, ciertamente. En realidad, son sólo dibujos de juguetes; pero los seres humanos no necesitamos demasiado para dotar con características humanas el mundo que nos rodea. Sean animales, árboles, objetos, planetas, constelaciones o juguetes dibujados, los interpretamos como si fueran personas. Un árbol podemos verlo como sabio, un coche puede ser agresivamente masculino, el planeta Venus tiene características femeninas, y al perrito que tenemos en casa le hablamos como si fuera una persona. Es el antropomorfismo, que forma parte de la naturaleza humana.
No nos damos cuenta pero las marcas, a pesar de su abstracción, tampoco se escapan de esa visión antropomórfica que tenemos los seres humanos. Decimos que una marca puede ser afable o altiva, hogareña o callejera, extrovertida o reservada. Si imaginamos una marca, cualquiera, no nos costará demasiado dotarla de esos atributos humanos y trazar, según nuestra visión, mapas de personalidad para ubicar en ellos las marcas de su sector. De hecho suele ser parte de las tareas del marketing de una compañía, construir las características humanas de sus marcas, con el objetivo que sean más fácilmente reconocibles y aceptadas en el mundo cada vez más social en el que nos movemos.
La cuestión es, ¿bajo qué criterios construimos su personalidad?
Seguramente los guionistas de Pixar tienen más habilidad construyendo esas personalidades que nosotros, los publicitarios. Ellos saben que la verdadera empatía, el engagement, no lo van a conseguir con un tipo admirablemente perfecto como Buzz. Son conscientes de que una personalidad atractiva no se construye acumulando únicamente fortalezas, sino aderezándola de entrañables debilidades. Los guionistas de Toy Story sabían perfectamente que el corazón de los espectadores estaría con Woody, el personaje imperfecto, y no con Buzz, el héroe sin defectos, porque son precisamente las debilidades las que nos hacen humanos, y es el esfuerzo en superarlas lo que causa admiración en nosotros. Con Woody nos sentimos mucho más identificados. Amamos a Woody.
A los publicitarios el juego de mostrar –o al menos no esconder- las debilidades de las personalidades que nos toca crear o modelar, nos inquieta enormemente. Es uno de esos temas tabú que el marketing no ha logrado todavía superar. No nos atrevemos, o seguramente nuestra profesión no ha evolucionado todavía lo suficiente como para entenderlo, porque la verdad es que cuando construimos la personalidad de la marca que representamos, nos obcecamos en que sea la más perfecta de todas, sin el menor signo de debilidad.
Jamás una marca admitirá que había sido líder del mercado, pero que ya no lo es. Jamás aceptará que tiene un defecto, al contrario, se pavoneará ante su público desplegando todas sus virtudes. Nunca hablará de sus pequeños problemas, porque por mucho que digan, las marcas se consideran dioses, o como mucho semidioses, les aterra la condición humana.
A mí me admiran esas pocas marcas que han sabido entenderlo y han basado su comunicación en mostrar sin pudor sus debilidades. Bill Bernbach lo hizo en el lanzamiento del Volkswagen Beetle en los USA a mediados de los 50 –parece mentira que hayamos evolucionado tan poco en estas últimas décadas-, con sus celebres campañas en las que presentaban al Beetle como un vehículo inapropiadamente pequeño y ridículamente feo. Me fascinan esas pocas marcas que tienen el valor de reírse de sí mismas y lo asombrosamente eficaz –y diferenciadora- que les resulta esa estrategia.
Admiro al Bernbach de los años 50. Pero también me encantó la más reciente campaña del hotel holandés Hans Brinker Budget, asumiendo que el hotel era céntrico, simpático y barato, pero asegurando que sus niveles de confort y limpieza podían compararse con una prisión de mínima seguridad. O el vino francés “Vin de Merde” –vino de mierda- que se lanzó al mercado sin complejos, reivindicando el papel de un vino del Languedoc francés que no trata de distinguirse precisamente por su bouquet.
Qué magnífica oportunidad que tienen las compañías de reírse de sí mismas y con ello conseguir diferenciación, notoriedad y una personalidad profundamente humana. Cuántos Buzz Lightyears hay en las películas del marketing tratando de ocupar ese concurrido espacio en su posicionamiento y que poquitos entrañables Woody nos encontramos en el ruedo publicitario. Será cuestión de tiempo. Seguro.