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Jorge Arturo Castillo

En los medios, ¿solo el poder político ejerce la censura?

Hace 23 años, en 1996, cuando empezaba mi carrera periodística, sufrí un tipo de censura distinto, por su naturaleza, al del poder político, del cual me habían platicado con abundancia mis maestros en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

En ese entonces, yo trabajaba en un viejo y conocido periódico de circulación nacional ubicado en Bucareli y Reforma. Era subeditor del suplemento de tecnología más leído e influyente en esa época y con nosotros estaban los periodistas más reconocidos de esa fuente periodística.

Por orden de quien era mi editor, había escrito una crónica que salió publicada, a todo color, en dos páginas completas un lunes, que era el día que aparecía el mencionado suplemento de computación.

La historia es más o menos ésta: los ATM, mejor conocidos hoy en día como cajeros automáticos, no tenían mucho tiempo en nuestro país y todavía tenían fallas ostensibles -si hoy las tienen a veces, cuantimás en aquellos tiempos-. Un sábado por la tarde fui a un cajero automático a sacar dinero, y después de hacer la operación correspondiente, resulta que la máquina me descontó de mi cuenta el monto requerido, e incluso se escuchó el sonido del conteo de billetes, pero no me dio nada de efectivo.

Un policía de a pie, que andaba afuera de la sucursal bancaria, cuando vio lo ocurrido me confirmó que ese cajero hacía eso con frecuencia, porque ya había escuchado quejas y me dijo que el banco no había hecho nada al respecto… Al ser sábado por la tarde, no había nada más que hacer por supuesto. Pero el lunes que siguió, a primera hora, me apersoné en la sucursal y me di cuenta de que no había un procedimiento establecido para atender al cliente, ya que me pidieron hacer una carta y luego otra y luego otra y así, además de pasar con el funcionario A, B, C, D, etcétera. En total, 10 funcionarios y nadie me resolvía mi problema.

Cuando le conté mi experiencia a mi editor, le externé que tecnología como las de los ATM de nada servía si no iba aparejada de procedimientos administrativos claros a favor de los clientes. Él me preguntó: “¿Tienes fechas, nombres, cargos de todo lo que me cuentas?”, Le contesté que sí, que tenía todo, a lo que me dijo: “Excelente, ármate una buena crónica y la publicamos”. Y así lo hice, pero no sabíamos lo que vendría después.

El lunes que apareció esa nota yo me encontraba desayunando con mi señor padre (QEPD) en un conocido restaurante de la colonia Roma cuando de pronto entró una llamada a mi celular, que también apenas empezaban en México. Era mi jefe, quien alarmado me dijo: “Lánzate al periódico en este momento, nos vemos allá, porque hay una gran bronca” -en realidad usó un lenguaje mucho más fuerte, pero más o menos eso quiso decirme-.

Cuando llegamos al diario nos recibieron en Dirección General y la plana mayor nos preguntó: “¿A quién se le ocurrió publicar una nota de ese banco? ¿No saben que es uno de nuestros principales clientes? Esta institución financiera invierte alrededor de dos millones de pesos en publicidad al mes…

Entre tonos altos y bajos, mi jefe explicó a detalle cuál había sido el criterio para publicar una nota de dicha naturaleza, que era información útil para los lectores, etcétera, pero no hubo modo de hacer cambiar de opinión a los directivos del diario.

Después de ello nos dijeron que el banco había pedido “mi cabeza” como firmante de aquella nota, pero que ellos entendían que había sido un error de nosotros, que no querían despedirnos, así que solo me pedían de ahí en adelante firmar con un pseudónimo… A mi jefe le dijeron también que no podía irse otro suplemento más a imprenta sin la revisión de un supervisor general.

A partir de ahí cada semana, y durante un mes completo, fue un pleito constante entre el editor del suplemento y el supervisor impuesto, gritos y sombrerazos salían de esa oficina hasta que, cansado de tanta injusticia y maltrato, mi jefe claudicó, “tiró la toalla”, y con él, en solidaridad, nos fuimos todos los demás, reporteros y colaboradores.

Como vemos, esta censura no vino del poder político, sino del poder económico y, más concretamente, de una empresa del ámbito financiero, un banco que a la fecha ha crecido como la espuma.

Y ese sólo es un caso entre muchos, donde las empresas privadas ejercen la censura en México. Así que la libertad de expresión no sólo se ve en los cientos de periodistas muertos en nuestro país, lo cual es más que lamentable y debe evitarse a toda costa, sino también se percibe en hechos como el descrito que, en definitiva, no debería ser permitido por los directores de medios si lo que importara en verdad fuera el periodismo y los lectores.

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