No sé si más felices –no soy precisamente una experta en “felizómetros”- pero lo cierto es que tendríamos más tiempo, sentiríamos menos estrés, nos compararíamos menos con los demás, nuestra autoestima se cimentaría en cosas más reales; nos cultivaríamos más nosotros mismos en términos intelectuales y espirituales en cambio de tomarnos miles de selfies con los mejores ángulos para subir a la red y ser merecedoras de likes…
Creo que seríamos algo menos infelices. Los resultados de dicha investigación revelaron que tras una semana sin conectarse a Facebook, las personas que participaron en el experimento aseguraron sentirse más felices, y menos tristes y solas.
Además, por supuesto, tuvieron más actividades de la vida real, cara a cara con los demás y lograron concentrarse más en sus cosas. Digámonos la verdad, Papá Facebook nos chupa la energía, el tiempo, la concentración y a creatividad. Por si fuera poco, nos ayuda a ser más cobardes al escondernos detrás del anonimato de la pantallita.
Les planteo un reto navideño, para hacer un poco más complicada esta época navideña que ya de por sí es depresiva y convulsionada. Esto es para el que quiera confrontarse un poco: desactiven por un tiempo la aplicación de la red social de su teléfono, que el chat sea para los mínimo indispensable…
Suena interesante, observemos ese personaje (cada uno), desprovisto de chats y muros para mostrarse. ¿Por una semana? ¿Una semana offline? ¿Qué pasaría?
Leeríamos un libro. Veríamos más caras. Abrazaríamos más. Invitaríamos a tomar un té a alguien que no vemos hace rato. Nos importaría nuestra apariencia en la vida, no en la foto. Saldríamos a jugar a la pelota con nuestro perro. Diríamos las cosas de frente. Prepararíamos una nueva receta de cocina. Conversaríamos con el poli de la esquina. Visitaríamos al tío que lleva tiempo enfermo. Juntaríamos a los amigos para jugar cartas. En vez de ser caritativos dando clic a campañas sociales, quizás podríamos hacer algo real por alguien real: repartir abrazos en un ancianato o consentir perros en un albergue.
O… nos sentaríamos por ratos simplemente a imaginar cosas, a disfrutar del “tiempo muerto” sin “hacer nada de nada”.
Uy, qué miedo, ¿y si nos queda gustando más la vida real?