El caso de las polémicas declaraciones vertidas por el músico y compositor británico funcionó para abrir el debate entre dos polos de mexicanos: aquellos que condenan fervientemente el hecho de que un extranjero venga y opine acerca de la situación política de este país y los que aducen que la libertad de expresión está por arriba de cualquier imposición constitucional arcaica, que no corresponde con la realidad actual.
Cuando hablamos de Roger Waters, no estamos hablando de un líder que nació de la política u otra materia que provoca un rechazo de primera instancia. Cuando hablamos de un personaje del calibre del corresponsable de crear uno de los grupos de rock más amados por la humanidad. Un ídolo que logró el apego del público no por el impulso de su ideología política, sino por algo que se inserta más profundamente en la mente humana: el arte.
Waters es un líder con el poder y la responsabilidad que esta característica le confiere. Tiene la capacidad de mover masas y sobre todo, es un líder de opinión. Ante esto, sobra decir que el peso de las ideas que él difunda ante miles o millones de espectadores puede ser apabullante.
Durante el concierto que ocurrió en el ombligo de México, esa plancha del Zócalo que día con día es mudo testigo de las más diversas manifestaciones ideológicas, y previamente en su recital en el Foro Sol, una de las dos mentes maestras de Pink Floyd supo aprovechar una de las formas que utilizan los líderes que mueven masas para conservar la simpatía de su público, y acaso, para encender la mecha de un pueblo que a los ojos del mundo, puede hacer más por recobrar una dignidad pisoteada desde varios sexenios atrás: supo decirle al público lo que querían oír, incitó a renunciar al jefe del poder ejecutivo frente a las oficinas donde despacha y su imagen no pudo verse mejor.
Sin embargo, lo que alegan los detractores de este tipo de manifestaciones de origen extranjero es que, una cosa es emitir una opinión acerca de la situación de un país, y otra cosa, sumamente intrusiva y violatoria de la soberanía es alzar la voz para que el presidente deje el poder.
Una realidad es que, arcaica o no, la ley está impresa en la Constitución Mexicana, y dicta que cualquier extranjero que opine acerca de la política mexicana se puede hacer acreedor a una sanción contundente como la deportación inmediata.
El debate está servido y funciona como termómetro para medir parte de la reacción de una sociedad pobremente informada y medianamente reaccionaria. El roquero hace uso de su poder para manifestarse en contra de lo que le parece bien y mal —recientemente no dudó en volver a atacar a Donald Trump en un concierto que ofreció en California—, y simplistas o no, las protestas que expone demuestran el poder que un líder de opinión tiene sobre sus fanáticos.